domingo, 10 de septiembre de 2017

LA ENVIDIA



                                                                               ( Fotografía de Fernando Oliva)




La primera revelación viene a decir que las casualidades no existen...

Sucedió hace años en una librería de Madrid. Era como una ciudad infinita de libros distribuidos en varias plantas. Los sentidos abiertos. Mi mente de principiante, de alumna aplicada que quería aprender todo lo que el momento le ofrecía.  Aterricé en  aquel lugar mágico de la mano de un amigo que acabó exigiéndome todo o nada. Y fue nada. Nunca me gustaron los extremos ni las imposiciones sentimentales no consensuadas. Agradezco todo lo que me enseñó y el legado que me dejó. Conservo algunos de sus textos con temas muy interesantes. La pugna por el poder, Bioenergética, Análisis transaccional, Programación Neurolingüística, La envida: una pasión… y un millón más, formaban parte del legado literario que el sabio atesoraba entre sus escritos.

Durante el trimestre que duró nuestra amistad aprendí mucho de aquel personaje poco convencional con un aire a Gandhi. Después de lo de la librería de Madrid nunca lo volví a ver ni a saber nada de él. Aquella amistad que no pasó a mayores se diluyó en el tiempo como un azucarillo. Sin embargo cambió mi vida para siempre. Sin que él lo supiera. O tal vez sí. En realidad ya no importa, sólo que su semilla germinó y le estaré eternamente agradecida por ello. Hubo un antes y un después de aquella librería. Un antes y un después de que el  erudito se me acercara susurrando un “te lo regalo” y  plantara en mis manos el ejemplar del libro que cambió mi vida.
 Por la noche me lo dedicó en el restaurante griego donde fuimos a repostar. La dedicatoria, una especie de resumen de lo acontecido en las pocas horas que pasamos juntos:

La chica del restaurante griego que “no los entiende”…
El acné y el ombligo de Daniela… Mario, su simpatía y bonhomía… Juan Carlos que hasta aquí llegó… la tarjeta en el ascensor… los músicos callejeros… las piedras filosofales y el mareo en la tarántula… Retazos de unos días de primavera en Madrid
Con Silvia Herrera, otra revelación

21 de junio de 0000  A. E. Tomás

Con “Las nueve revelaciones” de James Redfield aprendí que las casualidades no existen.
 Entre los textos que conservo del aprendiz de sabio que lo quería todo y se encontró con nada, destaca uno de Carlos Castilla del Pino (1922-2009), neurólogo, psiquiatra y escritor español. Afanado en la búsqueda de la verdad, en investigar los fenómenos humanos y sociales, empleaba métodos rigurosos que profundizaban en las causas que provocaban su curiosidad. Desintegró  los convencionalismos sociales que aconsejan pararse donde termina el buen gusto, en eso que ahora llaman lo razonable. Por ello era calificado por la hipocresía social como impertinente dado que sus conclusiones molestaban y, sobre todo, rompían esquemas. “LA ENVIDIA: UNA PASIÓN” es una muestra de su brillantez así como de su pericia para desnudar uno de los ejes que remueve nuestra rutina diaria: la envidia.
Buen provecho.






L A   E N V I D I A :   U N A   P A S I Ó N




  La primera conceptualización que se encuentra en castellano de la envidia aparece en Covarrubias en dos artículos:

 (1) “ Invidia: dolor conceptus ex aliena prosperitate; de in et video, porque la envidia mira siempre de mal ojo y por eso dijo Ovidio de  ella: Nusquam recta acies” – he traducido dolor conceptus como dolor engendrado, en este caso por la prosperidad de otro, y nusquam recta acies como nunca penetra (en el otro) rectamente; la envidia nunca va por derecho, hiere anfractuosamente, torcidamente-.
(2) “ Envidia. Es un dolor concebido en el pecho, del bien y prosperidad agena; latine invidia, de in et video, es quia male videat; porque el envidioso enclava unos ojos tristazos  y encapotados en la persona de quien tiene envidia, y le mira como dizen de mal ojo…Su tóssigo es la prosperidad y buena andança del próximo, su manjar dulce la adversidad y calamidad del mismo: llora quando los demás ríen y ríe quando todos lloran…Entre las demás emblemas mías, tengo una lima sobre una yunque con el mote:
Carpit et carpitur una; símbolo del envidioso, que royendo a los otros, él se está consumiendo entre sí mesmo y royéndose el propio coraçón; trabajo intolerable que el mesmo se toma por sus manos…Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados..”

  Pero invidia en latín, tiene dos acepciones, que tomo del Diccionario Latino-Español de Valbuena y, con mayor extensión, del Nuevo Diccionario Etimológico de Raimundo de Miguel.
 La primera la recoge Covarrubias: PESAR POR LA PROSPERIDAD AJENA, que alude al efecto de la envidia en el envidioso. El envidioso se entristece, se apesadumbra, su rostro se ensombrece. Así se dice en el Génesis (4,6) que Jehová le preguntó a Caín: “ ¿Por qué te has ensañado y se ha inmutado tu rostro?”. La envidia transforma y hace odioso al que es presa de ella. In invidia esse, decía Cicerón, esto es, ser odioso. Y en este texto ciceroniano invidia no es envidia, sino odiosidad.

  La segunda acepción, es curiosa: se refiere al efecto que el sujeto envidioso trata de obtener: hacer odioso al envidiado a los ojos de terceros. Esto es muy interesante. Raimundo de Miguel cita a Ciceron como ejemplo de este uso transitivo de invidia: Invidiam facere alicui (hacer odioso a alguno); Invidiae ese alicui (acarrear odio a alguno). ¿Por qué esta acción transitiva? Tiene su lógica. Raimundo de Miguel trae a colación una cita de Tito Livio: Intacta invidia media sunt (la mediocridad está libre de la envidia), que, continúa, tiende –la envidia- a lo más elevado: ad summa ferme tendit. De manera que la envidia busca lo más elevado para rebajarlo hasta la mediocridad, y así hacerlo impropio de la admiración, y hasta de la posible envidia, de los demás.

¿Cómo consigue el envidioso rebajar el valor del envidiado hasta el punto de hacerlo odioso a todos en lugar de admirable? Privándole, negándole cualidades. Porque in video  -de donde procede invidia,envi-dia no es sólo mirar con mal ojo (in video no es mirar dentro, sino mirar torcidamente: nusquam rectaacies, que decía Ovidio), sino también negar, o privar, al envidiado de aquello por lo que precisamente se le envidia o se le admira. Por eso, a partir de Ovidio, invidiosus es tanto el envidioso como el envidiado (al que se logra hacer odioso negándole toda virtud).

La situación de envidia, una relación asimétrica.

  La envidia requiere un contexto en el que los dos actores de la interacción ocupan posiciones asimétricas. La asimetría, que juega a favor del envidiado, es vivida por el envidioso como intolerable, porque no se acepta, porque se tiende a no reconocer y a negarla. En la interacción envidiosa la asimetría juega en contra del envidioso con independencia de que, por la eficacia de su actuación, se depare en ocasiones al envidiado un perjuicio en su imagen pública hasta el punto de situarlo, en una posición incluso inferior a la del envidioso. La relación con el envidiado no tiene que ser necesariamente real. Muchas veces la envidia la suscita alguien con quien no se tiene relación real alguna, es virtual. En estos casos, es la mera existencia del envidiado, su posición social, sus éxitos, sus logros, sus dotes de empatía, entre otros muchos “bienes” posibles, los que generan lo que se ha llamado el sentimiento (en realidad, la actitud) de envidia.
  Pero ¿cuál es la peculiaridad de esta asimetría en el caso de la situación de envidia? El envidioso está en posición inferior respecto del envidiado, pero tal inferioridad, si se reconoce por él –cosa que está lejos de ocurrir siempre-, es rechazada mediante argumentos falaces o racionalizaciones. Por ejemplo, se atribuye a la “mala suerte”, frente a la “buena suerte”, no al mérito del envidiado, o a la “injusticia” del mundo. Al envidioso se le priva (injustificadamente, por supuesto) de lo que el envidiado posee (injustificada-mente también). El envidioso no tolera su posición en esta relación asimétrica. La raíz de la actitud envidiosa ancla en el profundo e incurable odio a sí mismo del envidioso. En la envidia se anhela desvalijar al sujeto, desposeerlo del valor añadido que la posesión del bien le supone como persona.

La envidia, relación de dependencia. Unidireccionalidad y enantiobiosis.

 En la interacción envidiosa tiene lugar una dependencia de carácter unidireccional, del envidioso hacia el envidiado (dado que muchas veces este último ignora la envidia que suscita, y en ocasiones hasta la mera existencia del envidioso). El envidioso necesita del envidiado de manera fundamental, porque, a través de la crítica simuladamente objetiva y justa, se le posibilita creerse más y mejor que el envidiado, tanto ante sí cuanto ante los demás. Sin el envidiado, el envidioso sería nadie.
  En otras ocasiones, aquellas en las que el envidiado sabe de la envidia que provoca, la relación es de tipo enantiobiótico, es decir, una relación necesaria para el perjuicio recíproco de ambos sujetos. El envidiado necesita a veces del envidioso –hay quien se inventa envidiosos- para así afirmarse en su posición y, sin esfuerzo, gozar de la destrucción que se le acarrea al envidioso por el hecho de envidiar.
  La dependencia unidireccional del envidioso respecto del envidiado persiste aun cuando el envidiado haya dejado de existir. Y esta circunstancia descubre el verdadero objeto de la envidia, que no es el bien que posee el envidiado, sino el sujeto que lo posee.
Lo que se envidia de alguien es la imagen que ofrece de sí mismo merced a la posesión del bien que ha obtenido o de que ha sido dotado. La dependencia del envidioso se debe a la introyección de la imagen del envidiado, de manera que ésta no desaparece por el hecho de que el envidiado ya no exista.

La envidia, interacción oculta.

  Una de las peculiaridades de la actuación envidiosa es que necesariamente se disfraza o se oculta, y no sólo ante terceros, sino también ante sí mismo. La forma de ocultación más usual es la negación: se niega ante los demás y ante uno mismo sentir envidia de P. Para proceder a esta ocultación/negación es imprescindible el recurso al dinamismo de la disociación del sujeto, mediante el cual se es envidioso, pero se ha de interactuar como si no se fuera. Las razones por las que la envidia se oculta/se niega son de dos órdenes: psicológico y sociomoral.
Desde el punto de vista psicológico la envidia revela una deficiencia de la persona, del self del envidioso, que éste no está dispuesto a admitir. Por eso, en primer lugar, niega sentir envidia de P. Es así como el sujeto que actúa como envidioso ha de sobreactuar como no siéndolo. ¡No faltaba más! ¿Cómo voy a sentir envidia de P, si éste no merece tan siquiera ser envidiado? Más bien, se dice, se siente pena de P o en todo caso, si no pena, el envidioso racionaliza para demostrar a los demás que P está donde no debe estar. Todo este sistema de racionalizaciones tiene un alto precio mental, al cual me referiré más adelante.
Señalo ahora tan sólo que negarse al reconocimiento de la envidia es negarse a re-conocerse en extensas áreas de sí mismo. Si el envidioso estuviera dispuesto a saber de sí, a re-conocerse, asumiría ante los de más y ante sí mismo sus carencias. Pero esto conllevaría su depreciación ante los demás y ante sí mismo, cuestión a todas luces extremadamente dolorosa. Como advertía Juan Luis Vives, “nadie se atreve a decir que envidia a otro”. El envidiado se alza ante todos ostentando aquello de que le envidioso carece; refleja sin pretenderlo, por contraste, la deficiencia del envidioso. Por eso se dice en el habla coloquial, con gran precisión, que el envidioso “no puede ver” al envidiado, y no precisamente porque le sea meramente antipático. No puede literalmente verlo, porque la visión que de sí mismo obtiene por la presencia del envi-diado le es intolerable.




  Hay también razones socio morales que fueron señaladas por los tratadistas clásicos. También Vives habla de que “quien tiene envidia pone gran trabajo e impedir que se manifieste esa llaga interior”, y Alibert comienza su capítulo con estas palabras: “La envidia es una aflicción vergonzosa que procuramos disimular con cuidado porque nos degrada y humilla a nuestros propios ojos”.

¿Qué es lo que se oculta por el envidioso ? En primer lugar su posición inferior respecto del envidiado. De ningún modo se estará dispuesto a reconocer la superioridad del otro, y el hipercriticismo, en la forma más sofisticada, o la difamación, en la forma más tosca, trabajará precisamente para socavar la posibilidad de que los demás forjen o mantengan su superioridad. En segundo lugar, el propio sentimiento de envidia. La envidia supone una serie de connotaciones morales negativas (maldad, doblez, astucia) que el envidioso sabe que caerían sobre él, al ser la envidia un sobresaliente predicado de su persona. Por consiguiente, la envidia se racionalizará muchas veces de forma que aparezca incluso como crítica generosa (“digo todo esto por su bien”) que se hace sobre el envidiado para prevenirlo de futuros desastres. En tercer lugar, la envidia se oculta porque de descubrirse, los demás notarían de inmediato la carencia del envidioso, visible en el bien que el envidiado posee.

La expresión –semiología- de la envidia.

 Pero la envidia, pese a todos los esfuerzos acaba por emerger, sale a la superficie, porque la envidia es una pasión y, como tal, controlable sólo hasta cierto punto. Pese a las destrezas y a las inteligentes argucias de los envidiosos más astutos, no existen suficientes y eficaces mecanismos para experimentar la pasión de la envidia y, al mismo tiempo, ocultarla satisfactoriamente. No obstante, el hecho de que la envidia actúe en secreto, por las razones morales y psicológicas antes expuestas, dio pie a curiosas indicaciones para detectarla y así prevenirse de tales sujetos. Juan Luis Vives habla de cómo el intento de ocultación de la envidia se traduce en “grandes molestias corporales: palidez lívida, consunción, ojos hundidos, aspecto torvo y degenerado”.
  Tarde o temprano, pues, la envidia se manifiesta, y atribuimos a determinadas formas de conducta el rango de significantes de la actitud envidiosa. Porque la envidia puede mantenerse silenciada durante algún tiempo, bien como primera etapa del proceso mismo de gestación, bien por una estrategia prudencial. No obstante, la “obsesiva” ocupación como tema por la persona del envidiado es de por sí altamente significativa. Otras veces, indicio de que se está en presencia del envidioso puede ser su silencio, mientras los demás elogian a un tercero. Un silencio activo, un callar para no decir, hasta que al fin se pronuncie socavando las bases sobre las que los otros sustentaron su admiración. El envidioso no ofrece descaradamente su opinión negativa; más bien tiende a invalidar las positividades del envidiado. El efecto que se pretende con el discurso envidioso es degradar la posición social –la imagen, en suma- de que goza el envidiado. ¿Cómo conseguirlo? Mediante la difamación (originariamente disfamación; el prefijo dys significa anomalía, mientras fa procede del latín fari, hablar, derivado a su vez del griego phemi). En efecto, la fama es resultado de la imagen. La fama por antonomasia es “buena fama”, “buen nombre”,”crédito”. La dis-famación es el proceso mediante el cual se logra desacreditar gravemente la buena fama de una persona. La difamación propiamente dicha es hablar mal de alguien para desposeerle de su buena fama, y no se justifica aunque lo que se diga de él sea exacto, si no es sabido por aquellos a los que se dirige el discurso difamador. Pues mientras no se tenga noticia de lo malo de alguien, se mantiene su buena fama.

Ahora vemos donde está realmente el verdadero objeto de la envidia. No en el bien que el otro posee, como se admite en la conceptualización tradicional )si el envidioso lo poseyera no por eso dejaría de envidiar al mismo que ahora envidia, sino en el (modo de) ser del envidiado, que le capacita para el logro de ese bien. Por tanto, el bien aparentemente objeto de la envidia no es sino resultado de un desplazamiento metonímico, expresión de las posibilidades intrínsecas del envidiado. Por eso, de lo que trata el envidioso es de convertir al envidiado, de admirable y estimado, en inadmisible y odioso.

 Conceptualización de la envidia.

  En la psicopatología actual se ha prestado escasa atención al problema de la envidia. No así en los comienzos del siglo XIX, con Pinel, Esquirol, Einroch, entre otros, para los cuales la alteración mental especialmente la locura en sentido estricto, estaba directamente ligada al descontrol de las pasiones. El concepto de la envidia de Melanie Klein tampoco nos sirve en este contexto. El psiquiatra americano Harry Snack Sullivan definió la envidia como “un sentimiento de aguda incomodidad, determinada por el descubrimiento de que otro posee algo que sentimos que deberíamos tener”. Porque no se trata simplemente de que el envidioso se apesadumbre por el bien ajeno es una consecuencia de la envidia y no la envidia misma, sino que además sienta que con él se comete una injusticia, porque precisamente ese bien, ese éxito debiera ser suyo. Como advierte Max Scheler con precisión, el que el otro posea ese bien se considera, por parte del envidioso, la causa de que él no lo posea.
El bien envidiado adquiere, por ello, categoría simbólica. Constituye, en efecto, el símbolo, algo así como el emblema de los atributos positivamente valiosos de la persona envidiada. En ello radica, a mi modo de ver, la envidia de ese bien. Pensemos en alguien a quien la suerte en la lotería le depara unos centenares de millones. Decir “¡qué pena que no me hayan tocado a mí en vez de él”, no es una expresión de envidia. Tampoco se envidia al que se apropia indebidamente de un gran capital y puede gozar del mismo en completa impunidad. ¿Por qué no se envidia? Porque en ambos casos se trata de bienes inmerecidos, cuya posesión y disfrute no añaden nada positivo a la imagen del sujeto. Pasado el tiempo, cuando los poseedores de esos bienes se revistan de un “mérito” y nieguen su suerte o su inmoralidad precedentes, entonces sí aparecerá el envidioso que ponga los puntos sobre las íes.
 Por el contrario, se puede y se suele sentir envidia de aquel que ha logrado su fortuna por un proceso que suscita la admiración de muchos y que, por consiguiente, conlleva la atribución de un rasgo positivo a su identidad, un elevado realce de la imagen de sí mismo ante los demás. No se envidia, pues, el bien, sino a aquel que lo ha logrado, es decir, a la persona, al sujeto, en la medida en que ese bien recrece su imagen ante todos, y desde luego ante los envidiosos. El envidioso murmura continuamente:
Puedo perdonártelo todo, menos que seas, y que seas el que eres; menos que yo no sea lo que tú eres, que yo no sea tú”. Esta envidia ataca a la persona extraña –la envidiada- en su pura existencia que, como tal, es sentida cual “opresión”, “reproche” y temible medida de la propia persona.
 Medida de la propia persona: esto es fundamental. Porque el sujeto envidioso se toma (como, por lo demás, todos y cada uno) como patrón, pero más aún ahora que experimenta la envidia. Y la envidia emerge como resultado de la ineludible comparación que surge en toda interacción, por cuanto toda interacción es una relación especular, y el otro se constituye en inevitable espejo de la imagen propia. Toda interacción esconde, a mayor o menor profundidad, un juicio comparativo de cada sujeto respecto al otro o los otros con los que interactúa.

Los bienes, atributos simbólicos del sujeto.

  McDougal fue, al parecer, el primer psisociólogo y el primero en atender a los que posteriormente se denominarían símbolos de estatus: vestidos, casa, coche, joyas, etc. Para McDougal estos símbolos son ilusiones del yo, dado que vienen a apuntalar al yo –hoy diríamos el self- (este vocablo, apuntalar, dice con precisión cuál es el significado de estos símbolos a favor del sujeto) en su inseguridad. Tales símbolos son más necesarios en aquellos sujetos que carecen de factores diferenciales valiosos de su propia persona y, en consecuencia, de aquellos atributos diferenciales/identificadores merced a los cuales se establece exitosamente la interacción. Al decir atributos se sobreentiende atributos positivos, pues de ellos deriva el “prestigio”, que no es otra cosa sino la positividad de la imagen. A este respecto, Sullivan añade: siempre que alguien encuentra en otras personas estos aspectos que, desde su punto de vista, serían factores de seguridad –factores con categoría de signos realza dotes del prestigio- aparece el dinamismo de la envidia.
Condición carencial del envidioso: Por esta razón, el envidioso es un hombre carente de (algún o algunos) atributos y, por tanto, sin los signos diferenciales del envidiado. Sabemos de qué carece el envidioso a partir de aquello que envidia en el otro. Pero, repito, es necesario atender al rango simbólico del objeto que envidia. Así, el que alguien sea rico o inteligente no implica que carezca de motivos para envidiar la riqueza o la inteligencia del otro. Ni la riqueza ni la inteligencia de éste son las de él.
   El discurso del envidioso es monocorde y compulsivo sobre el envidiado, vuelve una y otra vez al “tema” –el sujeto envidiado y el bien que ostenta sin a su juicio merecerlo- y, sin quererlo, concluye identificándose, es decir, “distinguiéndose” él mismo por aquello de que carece. Como el silencio respecto del habla, también la carencia de algo es un signo diferencial. La identidad del envidioso está, precisamente, en su carencia.
Pero, además, en este discurso destaca la tácita e implícita aseveración de que el atributo que el envidiado posee lo debiera poseer él, y, es más, puede declarar que incluso lo posee, pero que, injustificadamente, “no se le reconoce”. Esta es la razón por la que el discurso envidioso es permanentemente crítico o incluso hipercrítico sobre el envidiado, y remite siempre a sí mismo. Aquel a quien podríamos denominar como “el perfecto envidioso” construye un discurso razonado, bien estructurado, pleno de sagaces observaciones negativas que hay que reconocer muchas veces como exactas. ¿Qué duda cabe de que hay, cuando menos, algo de verdad –en el sentido de exactitud- en lo que el envidioso dice respecto del envidiado? El problema es que el envidioso pretende convertir esta “parte de verdad” en la definición global de ese otro. El punto débil de esta psicología de andar por casa que el envidioso maneja con la mayor habilidad, es que la mayoría de las aseveraciones que se hacen sobre alguien son verdad –salvo algunos excesos- en el sentido de que cuando menos lo pueden haber sido en determinado momento y en determinado contexto. Pero aún así, naturalmente, no se pueden elevar a categoría de “definición” por su carácter de mero rasgo y, probablemente, por su excepcionalidad. En este aspecto, el dinamismo del envidioso se asemeja al del delirante: también en el delirio hay su parte de verdad y no todo es error (como el cuerdo equivocadamente piensa). Con posterioridad, el delirante construye un edificio interpretativo, grotesco en su inverosimilitud, a diferencia del envidioso, cuya narración cuida siempre de resultar verosímil al destinatario, procurando referirse más a hechos (verdaderos o falsos) y menos a interpretaciones siempre subjetivas. Rara vez el envidioso pierde el sentido de realidad hasta el extremo de alcanzar conclusiones disparatadas respecto del envidiado.

  La condición carencial del envidioso, su constante ejercicio de la crítica, y sobre todo la extrema cautela con que actúa para no descubrirse requieren habilidad y astucia. Su actitud permanentemente vigilante de sí mismo y del envidiado, y también de aquel a quien puede llegar a envidiar, o de aquellos a los que quizá no llegue a convencer, le convierte en observador agudo y detallista. La tarea interpretativa es conducida sesgadamente, oblicuamente, de manera que la depreciación de la imagen del envidiado aparezca como un resultado “objetivo”. Es muy sagaz la observación de Juan Luis Vives acerca de la “perversión del juicio” en la envidia. “La envidia, dice, pervierte, más intensamente que las restantes pasiones; hace pensar que son importantes las cosas más pequeñas, y repugnantes las de mayor belleza”. Y explica el fracaso persuasorio del envidioso, porque “influye mucho la fuerza del odio que está ingénita, y con el carácter más atroz, en toda envidia”. Así, el discurso difamador no tiene necesariamente que aludir a un aspecto concreto por el cual el sujeto tiene buena fama, prestigio, etc. La difamación tiende de manera oblicua a socavar la buena fama global del sujeto en cuestión. Por eso usa con frecuencia de la adversativa pero, como una forma de disyunción no excluyente, para recurrir a una expresión de la lógica: siempre, para el envidioso, hay el “pero” correspondiente que colocarle al individuo.

La relación envidioso/envidiado

  La relación entre el envidioso y el envidiado es extremadamente compleja. La consideraremos aquí en un sentido unidireccional, del envidioso hacia el envidiado, no a la inversa, entre otras razones porque a menudo éste ignora la envidia que despierta en otro u otros (y si la supone, puede no ofrecérsele indicio alguno al respecto).

Presupuestos de la interacción.

  Como señalé antes, y desde luego con carácter metafórico, toda interacción es especular. Uno no puede tener imagen de sí si no hay otro que la “refleje”, o, para ser más exacto, que se la devuelva. Se trata de uno de tantos mecanismos feed-back que funcionan entre los dos miembros de la interacción. En el supuesto de que la imagen devuelta no se corresponda con la que se pretendía provocar, la construcción de la imagen que ofrecemos debe ser revisada, lo mismo si hemos de proseguir las interacciones con el mismo actante que si se trata de una interacción ulterior con otro. ¿Qué he hecho o cómo he hecho para que el interlocutor obtenga de mí una imagen tan diferente a la pretendida? Evidentemente hemos construido una imagen de nosotros mismos sin tener en cuenta los requerimientos del otro, y la hemos lanzado teniéndonos presente ante todo a nosotros mismos, en un ejemplo más de comportamiento autista, en un sentido genérico: de prescindencia del otro en nuestro contexto). Toda relación interpersonal ha de establecerse sobre la base de un pacto implícito, mediante el cual la imagen que se ofrece al otro se construye a tenor de la que se ha construido uno de él. Dicho con otras palabras: en toda relación se ha de tener en cuenta quién soy para el otro. Denomino a este inicial punto de partida en la interacción pacto de supeditación ad hoc, que de incumplirse conduce al fracaso de la relación, porque es difícilmente reparable. Uno se supedita al otro y le da lo que requiere de nosotros. Que sólo este pacto garantiza en gran medida el éxito de la relación, sin coste alguno de orden psicológico, lo revela el hecho de que ese otro al que nos supeditamos de antemano lo que requiere es que se le ofrezca su imagen previa de quiénes somos, sin que por ello, naturalmente, se prescinda de la imagen de él.
 Esto no se opone a que en el curso de la interacción no se de construyan, quizá, las imágenes recíprocas previas y se construyan otras, ajustadas al curso de la interacción misma. De aquí que, en ocasiones, se salga de una entrevista modificando la imagen previa forjada sobre el interlocutor: “Mira, creía que era… y resulta que es…”. La mayoría de las veces, y si la interacción no se prolonga, pueden conservarse las imágenes preexistentes. Pensemos en la relación que tiene lugar entre dos personas de muy distinto rango social, pongamos el rey y un niño que va a ofrecerle un obsequio. Está claro que el niño requiere que el rey siga en su sitio, por decirlo así. Pero no es menos claro que el rey se ha de supeditar, sin dejar de desempeñar su rol y de mostrar su identidad, a la imagen de él que el niño le ofrece. De no ser así, si el rey mantuviese determinada tiesura, exigible en otros contextos, la coartación sería inevitable y la relación se bloquearía, sin posibilidades de rectificación; si, por el contrario, se excediese en la supeditación (adoptando lo que se denomina “oficiosidad”), el fracaso de la relación sobrevendría por la ostensible mendacidad sobre la que se pretende sustentar. Aun así pueden surgir malentendidos, imposibles muchas veces de resolución. La supeditación ad hoc, adecuada y recíproca, de ambos sujetos es la condición necesaria para una inicial interacción positiva.
En cualquier caso, cualquiera que sea el proceso, la imagen que el otro nos devuelve es, como se sabe, una definición de nosotros mismos. Tras cada unidad interaccional surge la auto pregunta imprescindible (se formule o no; se formule en situaciones especialmente relevantes, y en ocasiones incluso ante otros, por la indecisión ansiosa que suscita): “¿Qué le habré parecido a…?”, o “le he debido parecer que…” Toda interacción, pues, confirma o desconforma la identidad: en el primer caso, somos al parecer (ante el otro) como pretendíamos ser; en el segundo caso, somos menos o más para el otro de lo que imaginábamos ser. Esta segunda situación es la que nos interesa de modo especial para entrar luego en la relación de envidia. Si se nos define en más de lo que imaginábamos inicialmente ser, aparte de la gratificación en forma de autoestima que de ello se deriva, aceptamos por lo general, sin reticencia alguna, esta imagen realzada (a veces no ocurre así, y nos vemos obligados a pensar, por la responsabilidad que se contrae, que el otro nos tiene en más de lo que somos). Por el contrario, si la definición nos rebaja, la relación suele ser de rechazo, por la necesidad de defendernos de la herida narcisista que ello nos depara.
Así pues, toda definición efectuada por los demás sobre uno se compara de inmediato a la definición que uno trató de dar de sí mismo, es decir, a la definición que uno esperaba obtener a partir de su actuación. Pero la comparación también se establece entre la que hacen de uno y la que hacen de los demás: ¿somos preferidos o somos preteridos? ¿En qué lugar, respecto de los demás se nos sitúa? Esto es especialmente importante, porque de tal juicio comparativo surgirán, si es el caso, los dinamismos de la envidia y de los celos. En efecto, de esta serie de definiciones (las que hacemos de nosotros mismos, las que los demás hacen de nosotros, las que los demás hacen también de otros, con los cuales se nos relaciona y compara), surge la imagen que se tiene de alguien y la valoración de que se dota. Imagen y valor de la imagen se dan de consuno. El valor de la imagen que los demás confieren a cada cual es la “moneda” básica para las relaciones de intercambio, y decide la posición de cada uno en la jerarquía de los componentes del contexto. Nuestra autoestima sufre por el hecho de que se nos sitúe allí donde pensamos que no debemos estar, y más aún si se sitúa a otro en la posición que juzgamos que nos corresponde a nosotros.
  Este sentimiento de haber sido injustamente preterido es la clave del dinamismo de la envidia. No debe olvidarse que no es el envidiado el que nos relega, sino que, la mayoría de las veces, son los demás de modo que el envidiado es ajeno a la depreciación del envidioso. Ésta es la explicación de que muchos envidiados no tengan relación alguna con el envidioso, o ignoren incluso la existencia del mismo.

La envidia, relación de odio.

  La envidia es fundamentalmente una relación de odio, pero de carácter diádico. El envidioso odia al  envidiado, por no poder ser como él; pero también se odia a sí mismo por ser quien es o como es. En lo que respecta a la estructura del self, de la identidad, ser es ser como. Ésta es la razón por la que se puede representar ser como X sin serlo, haciéndose pasar por X. La mendacidad radical no consiste en decir que se hizo lo que no llegó a hacerse, sino en representar ser lo que de ninguna manera se es. La existencia del pedante, del chulo, del macho, etc, radica en la necesidad de mentir re-haciéndose, después de des-hacerse de cómo se era (ignorante, cobarde, insuficiente). Son muchas las personas que se inaceptan a sí mismas y, por tanto, se odian. Pero ese odio a sí mismo se traduce, al fin, en odio generalizado. Por una parte a los que son como él (es el odio del judío a los judíos, del negro a los negros, del español a los españoles......porque en ellos “se ve”). Por otra, a los que no son como él, porque le diferencian y se diferencian de él, y a los que concede la superioridad de un ideal anhelado: en ellos se ve, precisamente porque no es como ellos, porque carece ante ellos.
La incurabilidad de ese odio/rechazo hacia sí mismo, a partir del odio/admiración hacia el otro a quien considera un ideal, deriva totalmente del hecho de que no-se-puede-dejar-de-ser. Éste es el problema fundamental del envidioso; el hecho de que la envidia se constituya, como veremos luego, en una forma de estar en el mundo, en una actitud fundamental desde la que se impregna a las restantes actitudes parciales, procede de ese hecho doloroso e insusanable:

ser quien se es;
desear no serlo (y ocultarlo);
tratar de ser otro (y negarlo);
estar imposibilitado de serlo.

Efectos de la envidia.

  ¿Qué efectos produce la envidia, el envidiar? ¿Cuál es su coste en la economía mental y emocional del sujeto?. La “presencia” del envidiado en el espacio real o imaginario del envidioso afirma, directa o de forma indirecta, la carencia de algo fundamental y decisivo en el perfil de su identidad, y la afirma para sí mismo, y públicamente, ante los demás. El padecimiento crónico del envidioso, pues, se mueve sobre la conciencia dolorosa de que no es –o no se le considera- como aquel a quien envidia. “Ahora éste está aquí, delante de mí, delante de todos, para hacerme ver y hacer ver a los demás que no soy como él”. 
En este sentido, el dinamismo de la envidia focaliza la atención del envidioso en el envidiado, “obsesionado” por él (en el sentido no técnico sino coloquial del vocablo), constantemente presente en su vida, con carácter compulsivo, y lo inhabilita para otra tarea que no sea ésta, reveladora de su dependencia. Pero, a mayor abundamiento, el envidioso trata inútilmente de ser el que es, de ser de otro modo a como es, de ser, en realidad, el otro, el envidiado. Porque el envidioso no se acepta, no se gusta, porque se reconoce con rasgos estructurales –los que le definen a sus propios ojos- negativos. Cualquiera sea la ulterior racionalización que construya sobre sí, en la intimidad está presente siempre la deficiencia que le hace rechazable para sí mismo. Nótese la diferencia con quien, no aceptándose inicialmente, no se plantea siquiera la imposible tarea de dejar de ser para ser otro, sino de perfeccionar su imagen, de ser él mismo, pero mejor. Al contrario que éste, el envidioso gasta sus mayores energías en dejar de ser el que es, para tratar de ser aquel que no puede llegar a ser. El envidioso renunciaría a sí mismo a favor de aquel a quien envidia: tarea, como he dicho, imposible, que sólo puede resolverse de mala manera: bien mediante el recurso a una fantasía improductiva, bien mediante los intentos de destrucción de aquel a quien envidia y que se constituye, sin pretenderlo, en testigo de sus autodeficiencias.
 Porque la gran paradoja interna del envidioso, como he pretendido hacer ver, estriba en que ama/admira al que envidia, aunque para defenderse de esta intolerable admiración se empeñe en no hallar motivo para admirarlo y, en consecuencia, tampoco para envidiarlo. Pero no hace para sí mismo nada, y se mantiene al acecho en la activa observación del envidiado, con quien se identifica de manera ambivalente: le ama/ admira, porque constituye la encarnación de su ideal del yo; mas niega luego su amor/admiración hasta transformarlo en su contrario, odio/desprecio, como forma de justificar su ataque y defenderse de la acusación tácita de los demás de “no ser más que un envidioso”. El envidioso no puede hacer otra cosa que envidiar. Y de aquí la serie de expresiones del lenguaje coloquial, de sumo interés por su carácter metafórico respecto de los efectos de la envidia en el envidioso: “le come la envidia”, “se reconcome” reconociendo así el carácter reiterativo, monocorde, compulsivo de la relación con el envidiado; “se consume”, en el fuego, metáfora de la pasión, que representa envidiar; “se muere de envidia”.

 Envidia y creatividad.

 Una de las invalideces del envidioso es su singular inhibición para la espontaneidad creadora. Ya es de por sí bastante inhibidor crear en y por la competitividad, por la emulación. La verdadera creación, que es siempre, y por definición, original, surge de uno mismo, cualesquiera sean las fuentes de las que cada cual se nutra. No en función de algo o alguien que no sea uno mismo. Pues, en el caso de que no sea así, se hace para y por el otro, no por sí. Todo sujeto, en tanto construcción singular e irrepetible, es original, siempre y cuando no se empeñe en ser como otro: una forma de plagio de identidad que conduce a la simulación y al bloqueo de la originalidad.

La tristeza en la envidia.

  Es interesante que analicemos la peculiar tristeza del envidioso. Si la tristeza remite, más o menos directamente, a la frustración tras la pérdida del objeto (amado), esto quiere decir que el objeto, ahora perdido, ha sido con anterioridad objeto apropiado, suyo, poseído. No es el caso del envidioso, cuya tristeza no es por pérdida, sino por no logro. El envidioso es un sujeto frustrado por la no consecución de lo anhelado. Se trata de un padecimiento muy intenso. Porque en tanto que objeto deseado –llegar a ser tal y tal- es objeto imaginariamente logrado, o sea, fantásticamente conseguido. La pérdida del objeto en el envidioso no es la de un objeto real, de la que es posible recuperarse después del trabajo de duelo, sino de un objeto imaginario que, como tal, es y siempre fue un puro fantasma: ni fue logrado ni puede serlo jamás. El error del envidioso, al inaceptarse a sí mismo y proponerse ser otro, hace de su vida un proyecto imposible.
  La tristeza del envidioso procede de haber hecho de su ideal no un constructo imaginario de sí mismo sino de otro. Lo que el envidioso no logra es su proyecto de ser el envidiado. Por eso, la tristeza del envidioso posee un tinte persecutorio. Está poseído por el otro, la sombra –la imagen- del otro introyectada en él y no puede “quitárselo de encima” ; una y otra vez se le presenta, a todas horas, y se convierte en el tema recurrente de su existencia.

Envidia y suspicacia.

 El envidioso es suspicaz, desconfiado. En cualquier momento su actitud vigilante en la ocultación de su envidia puede cesar o decaer, o puede delatarse por haber llegado demasiado lejos o demasiado torpemente en la demolición crítica y en la difamación. Tarde o temprano, directa o sesgadamente, el envidioso se descubre como tal y se le descalifica psicológica y moralmente. Esta actitud de acecho en los demás, y de vigilancia y control de sí mismo para evitar ser descubierto, convierte al envidioso en un sujeto receloso y suspicaz. Cualquier palabra o gesto puede ser una alusión a su carácter envidioso. Por otra parte, ¿no se sabe ya de su índole de envidioso en la medida en que cada vez está más privado de relaciones, cada vez son más los que desconfían de él?. La suspicacia, en forma de hipersensibilización narcisista, es una de las consecuencias más graves de la envidia.

Impotencia en la envidia.
 La envidia se alimenta y rumia desde la impotencia del envidioso. Quizá en otros aspectos el envidioso es un sujeto de valores, pero carece de aquel que el envidiado posee: ésta es la cuestión. El tratamiento eficaz de la envidia cree verlo el que la padece en la destrucción del envidiado (si pudiera llegaría incluso a la destrucción física, y no es raro que se fantasee con su desgracia y su muerte), para lo cual teje un discurso constante e interminable sobre las negatividades del envidiado. Es uno de los costos de la envidia.
Y, para continuar con la metáfora, un auténtico despilfarro, porque rara vez el discurso del envidioso llega a ser útil, y con frecuencia el pretendido efecto perlocucionario – la descalificación de la imagen del envidiado- resulta un fracaso total.
¿Cómo convencer al interlocutor de la falsa superioridad del envidiado? Ni siquiera a aquél, envidioso a su vez del mismo envidiado, pero envidiando por otro motivo. Porque cada cual envidia a su manera y respecto de algún rasgo del envidiado, y, en consecuencia, no considera válidas las razones del otro para envidiar a su vez. Como entre los delirantes, en los que es el caso que cada cual juzga delirio al ajeno y nunca el propio, también el envidioso reconoce lo que hay de envidia en el otro y no en él. No hay comunidad de envidiosos como no la hay de delirantes.

La envidia como destrucción.

 El envidioso busca la destrucción del envidiado, pero la destrucción de su imagen, no necesariamente del cuerpo físico. Porque aún desaparecido de este mundo, su imagen “persigue” (es su “sombra”) al envidioso, en la medida en que ésta es de él y persiste aún después de muerto. En el asesinato de Abel por Caín, la sombra de Abel subsiste aún después de muerto. Éste es el motivo de que, más que la muerte del envidiado, lo que realmente satisface, cuando menos en parte, es su “caída en desgracia”, porque ello puede significar la pérdida de los atributos por los que antes se le envidiaba. Era ése el objetivo de la envidia; no que el envidiado no existiera, ni que fuera desgraciado en otros aspectos, sino que quedase situado pordebajo del envidioso.
 Pareciera que el envidioso se calmaría si pudiese simplemente odiar, o si lograra la destrucción de esa persona a quien se ve obligado a amar. En efecto, cuando el envidiado deja de serlo en virtud de su “caída”, pongamos por caso, ya no se le ama/admira, porque ha dejado de ser un ideal; tampoco se le odia, porque no le refleja al envidioso aquel que no es. Se le puede, llegado este caso, compadecer, una vez sobrepasada la etapa preliminar de alegría por la desgracia ajena. En esta situación, el envidioso, “liberado” de la persecución de la sombra del envidiado, puede ahora hasta compadecerlo, al menos por algunos momentos, porque al fin y a la postre siempre pensó que “es ahí donde siempre debiera haber permanecido”.

La presencia del componente envidioso dificulta, cuando no anula, toda otra forma de interacción con el envidiado y, en último término, hasta con los demás. Schopenhauer habla del muro que la envidia establece entre el yo y el tú, y cómo la envidia, por la ineludible necesidad de ser ocultada, se convierte en una pasión solitaria. La envidia priva al que la padece de una productiva relación con el envidiado, y también con aquellos a los que se les predica la destrucción del mismo. Porque ante el envidioso acaban los demás por precaverse y distanciarse, en la medida en que se advierte su maldad y su capacidad solapada para destruir al que envidia y, llegado el caso, a cualquier otro a quien potencialmente pudiese envidiar.
  La envidia es una pasión extensiva. El envidioso acaba, como se dice en la expresión coloquial, “por no dejar títere con cabeza”. También ha de destruir a aquellos que admiran al que él envidia, en la medida, por lo menos, en que le hacen ostensible la inutilidad de su esfuerzo demoledor.
 Toda interacción productiva está basada en la buena fe, en la confianza. Cuando confiamos en alguien, le damos acceso a una parte de nosotros mismos que de otra manera le resultaría inabordable. La confianza es, o implica, riesgo. Pues con ella damos oportunidad de que se nos pueda dañar. Confiamos en alguien porque suponemos que podemos contar con su lealtad. Sólo el seguro de sí, el que se acepta a sí mismo en virtud de su adecuada organización como sujeto y, por tanto, no tiene necesidad de envidiar, se confía y puede ser a su vez fiable interlocutor.
Nada de eso se infiere de la conducta del envidioso. Su deficiencia estructural en los planos psicológico y moral, aparece a pesar de sus intentos de ocultación y secretismo. La envidia no es un pecado, como se ha concebido en la concepción católico-moral, porque, como pasión, como sentimiento, o se tiene o no se tiene, y nada se puede hacer para sentirla o para dejar de sentirla. Pecado sería, en todo caso, en una concepción teológico-moral, la actuación derivada de la envidia, es decir, la crítica injusta, la difamación etc. La envidia es, tan sólo, una desgracia, un padecimiento, incluso –en un sentido laxo del término- una enfermedad, en la medida en que, como he dicho, resulta de una singular deficiencia estructural del desarrollo del sujeto.
 Y la envidia es, además, crónica e incurable. Lo he afirmado antes: la envidia es una manera de instalarse en el mundo. Quien alguna vez ha tenido la experiencia dolorosa de la envidia está ya definitivamente contaminado por ella. Porque le desvela a sí mismo, en su intimidad, la secreta deficiencia, aquella por la que, aunque muy oculta puede ser herido en la aparentemente más inofensiva interacción. Y una vez lastimado en su autoestima, el envidioso, más y más sensibilizado y susceptible, permanecerá constantemente alerta.
La envidia dura toda la vida del envidioso, que, para su tormento, vive en y para la envidia. Cualesquiera sean las gratificaciones externas que el envidioso obtenga, persistirá la envidia. Porque aquéllas no son suficientes, ni provienen de aquellos a quienes considera capaces de valorarse en sus verdaderos términos.
Digámoslo una vez más: el envidioso no dejará de serlo por lo que ya posee; seguirá siéndolo por lo que carece y ha de carecer siempre, a saber: ser como el envidiado.


Carlos C. del Pino




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sábado, 2 de septiembre de 2017

EL SEXO DE LOS ÁNGELES



Querido diario:

Hace unos días leí la frase- declaración de una prójima anónima. Lo más inteligente que he leído desde hace tiempo. Acertada y oportuna en los tiempos que corren. La  máxima decía lo siguiente:
“No quiero vivir en un mundo en el que haya que matizar absolutamente todo por si se ofende algún gilipollas”
El caso es que hoy iba a colgar un artículo que escribí hace años; el artículo en cuestión viene a ser   un alegato a la esperanza, a continuar creando proyectos a pesar de las trabas del tipo que sean; a pesar de los obstáculos que se encuentra uno en su vida, en su día a día.
 El caso es que el artículo terminaba con un chiste buenísimo que me contó hace años, con toda la gracia del mundo, un amigo de etnia gitana (un gitano de toda la vida de dios, vamos), pero me lo he pensado. Quizás más adelante. Corren tiempos en los que se confunde el tocino con la velocidad, las churras con las merinas o un cachalote con un lote de cachas; cualquier cosa que digas puede ser sacada de contexto. A este paso – me digo a mí misma - los carnavales de Cádiz tienen los días contados.
-        Mira, hija, escribe sobre el sexo de los ángeles,  que es algo muy light
 me ha sugerido una amiga adorable. Aunque creo que la criatura no era consciente de lo que me estaba pidiendo, dado lo sobrevalorado que está últimamente el sexo. Y si alguien piensa que no me como una rosca, a mí plín. El caso es que no me apetece hablar sobre el sexo de los ángeles. El caso, en fin, es que me he encontrado con un poema de Wislawa Szymborska. Poeta, ensayista,  traductora polaca que nació en 1923 y ganó el Premio Nobel de Literatura en 1996, además de otros muchos galardones y reconocimientos a lo largo de su vida.
 No sé si cuando lo escribió alguien se sintió aludido, incómodo, agredido. Es probable que muchos lo hicieran. Sin embargo, ella continuó escribiendo, sintiendo, creando. Este poema no es un panegírico sobre el sexo de los ángeles. Más bien parece que lo ha escrito un ángel. Un ángel llamado Wislawa.
Mucho debo
a quienes no amo.
El alivio al enterarme
que intiman con otros.
La alegría de no ser
el lobo de sus corderos.
En paz estoy con ellos,
y en libertad,
dos cosas que el amor no puede dar
ni sabe tomar.
No les espero
yendo y viniendo de la puerta a la ventana.
Con la paciencia
de un reloj de sol,
comprendo
lo que el amor no comprende,
perdono
lo que el amor jamás perdonaría.
Entre una carta y una cita
no transcurre la eternidad
sino sólo días o semanas.
Los viajes son siempre perfectos a su lado,
los conciertos se escuchan,
las catedrales se visitan
y los paisajes se contemplan.
Y cuando siete montes y ríos
nos separan,
son montes y ríos
señalados en el mapa.
Suyo es el mérito
de poder yo vivir en tres dimensiones,
en un espacio no lírico y no retórico,
frente a un horizonte movedizo y, por tanto, real.
Ignoran
cuánto me entregan sus manos vacías.
«Nada les debo».


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