domingo, 9 de diciembre de 2018

LLÁMAME SI TE MUERES



La despedida y cierre de una cena de tres amigas PAS (Personas Altamente Sensibles) no podía transcurrir de otra manera.  Exquisita, la noche sabadetera de tres mujeres que hablan el mismo idioma.  La comida, el vino, la música, y el amor que la anfitriona ha puesto en cada detalle del evento convierten en mágica una noche de diciembre donde los villancicos y los adornos navideños brillan por su ausencia. Ni falta que hacen. De aperitivos, jamón rico,  canapés de aguacate con anchoas, queso de cabra y pimientos del piquillo, de queso y mermelada de arándanos. Todo regado con vino blanco al punto de frío. Entre bocado y bocado charlamos de todo un poco. La música va cambiando, y la intimidad de cada una deja paso a la confianza. De primero ensalada de rúcula, remolacha, nueces. De segundo “pasta” a base de calabacín en tiras, bacon, nata  y una pizca de guindilla desmenuzada. Seguimos con el vino blanco. De vez en cuando salimos al porche para que alguna fume un cigarrillo. Hace frío, lo disfrazamos con el calor de nuestra conversación donde no falta el humor. La vida sin risa no es vida. Ese es nuestro axioma; convertir la tragedia en comedia, nuestro súper poder.
Una de las tres tiene a su madre afectada por una enfermedad degenerativa. Una agonía que dura ya tres años y que convierte al Alzheimer en un asesino a fuego lento.  La impotencia de nuestra amiga no solo es por ver a la persona que le regaló la vida consumirse como una mecha prendida de gasolina. Lo que hace que llore cada día es no saber lo que su madre trata de expresar con sus gritos, silencios, o suspiros. Nuestra amiga la acaricia, la abraza, la besa, la peina, tratando de transmitirle tanto, tanto amor. Lo hace sin saber si es lo apropiado, conveniente u oportuno. Lo hace porque es lo que le nace del corazón, y eso sí que es una garantía. Aunque mi amiga no lo sepa, por su desesperanza ante la situación, lo que se hace porque nace del corazón, se intuye, se siente y se percibe, aunque la cabeza del que lo recibe hace ya mucho que abandonara la coherencia. Mi amiga sufre por su madre en silencio, como se sufren las almorranas. No se permite que la vean llorar o padecer lo que está viviendo y tira palante como puede. Ella no lo sabe, pero esta cena ha sido preparada para decirle sin palabras que no está sola. Para que se permita un momento de descanso; para que coma y beba el cariño que la anfitriona y yo hemos puesto en este encuentro, aunque ninguna de las dos haya verbalizado la ocurrencia. De postre, galletitas delicatessen y chocolate redondo servido en unos hueveros que delatan, una vez más, el buen gusto y la entrega de la  convidadora para que nos sintamos especiales. Ese es su don: te hace sentir especial. Y después del dulce, cómo no, cerramos la cena bailando unas cuantas canciones, danzando por el gigantesco salón como si solo existiéramos las tres en el mundo. Me permito pedir cantar el Dancing Queen ante ellas. Es como un ritual en cada cumpleaños que celebro, y este año no pudo ser. No importa. Esta noche es la noche. Canto como una Queen mientras que las dos amigas ejecutan el dancing con una coreografía improvisada que se convierte en un regalazo.
Es hora de marcharse. Nos colocamos nuestros abrigos, y antes de despedirnos se produce un momento-confidencia por parte de la que sufre la malaventura de su madre. Las lágrimas brotan de sus ojos turquesa mientras nos cuenta lo que ha ocurrido hace dos noches en la habitación del hospital donde su madre estaba. La señora de la cama de al lado,  en estado vegetativo, ha fallecido durante la noche. Nadie la acompañaba. El personal del hospital se percató del hecho tres horas después de que ocurriera. A pesar de que su hijo había sido advertido de que el final de su madre era inminente no pasó la noche con ella ni tampoco dispuso que alguien estuviera allí mientras él estaba ausente. Dejó su número de teléfono pegado con esparadrapos en la mesita de noche de su madre para que le llamaran si ella moría. Todo un detalle por su parte. Mi amiga no podía entender este comportamiento y por fin dio rienda suelta a sus emociones y se dejó llorar ante las dos amigas que la escuchábamos. La amistad es para compartir risas, bailes y llantos. Llora, mujer, no te cortes. No te vamos a juzgar, no vas a estropear la velada. Estamos contigo. Mientras se consuela soltando lastre, la anfitriona trata de aliviarla con situaciones hipotéticas del porqué el hijo de la señora que ha fallecido no ha podido estar con su madre. Yo me quedo en modo Belinda, incapaz de expresar lo que siento a mi querida amiga, que llora desconsolada y que repite una y otra vez cómo ese hijo ha podido dejar a su madre con un número de teléfono pegado con esparadrapos en su mesita de noche. Hace ya rato que mi mente ha retrocedido casi cinco años atrás…

Estoy sola en la habitación del hospital donde me han ingresado dos días antes. El doctor entra, cierra la puerta, y se coloca frente a mí para anunciarme que todas las papeletas indican que mi pulmón derecho está invadido por un carcinoma. No sé si está más afectado él o yo, porque cuando me lo dice estoy más sola que la una. El día antes de ingresar en el hospital miro en internet cualquier interpretación de la radiografía que muestra lo que yo intuyo. Cuando termina su sentido discurso sobre mi posible diagnóstico le digo que no quiero que me toquen ni un pelo. Que los dos o tres meses que me queden quiero vivirlos con la mayor dignidad posible. El doctor se viene abajo, me clava su mirada acuosa y casi me suplica que no haga eso. Usted es muy joven, deje que la tratemos, pondremos todo de nuestra parte para que salga adelante, por favor, déjenos hacer, me dice. Pero no me convence. No sé quién de los dos se queda más tocado. Comienza entonces una montaña rusa de pensamientos en mi cabeza. Mi corazón late a mil por hora. El doctor ha ordenado que me faciliten los tranquilizantes que yo pida. Esa tarde me visitan algunos familiares. Tengo los ojos entrecerrados por la medicación pero soy plenamente consciente de lo que hablan. Y es entonces cuando comprendo que todo puede ir a peor. En la conversación que mantienen mis familiares mientras me creen dormida queda claro que me he convertido en una patata caliente que nadie desea tener entre sus manos.
Al día siguiente hablo con mi doctor. Le digo que he cambiado de opinión. Que todavía me quedan muchas cosas por hacer. Que vamos a por todas. Pero pasan dos meses hasta que dan con el tipo de cáncer que tengo, y para cuando van a empezar los tratamientos, el Linfoma No Hodking agresivo que estaba en mi pulmón ya se ha extendido por la pleura, el bazo y el hígado y ha comenzado la metástasis en el hígado y en la pleura. Noto como me va devorando rápidamente. Durante el primer año tengo seis ingresos hospitalarios. En la cama, debo permanecer siempre en la misma postura, medio incorporada, sin moverme. Apenas puedo hablar, me ahogo,  me supone un esfuerzo titánico articular palabra. Estoy enchufada a una máquina constantemente, incluso para ir al baño. En el segundo ingreso hospitalario, a los dos meses del primero, comienzan a aplicarme unos tratamientos que me dejan calva. Nunca tengo algún familiar acompañándome más de media hora, lo que dura una visita de cortesía. Solo durante las sesiones de quimioterapia cada 21 días, que en mi caso duran un día entero, un hermano me acompaña todo el rato, me da de comer con todo el amor del mundo y luego me lleva a casa,  me deja acostada y se marcha. Cada vez que entro o salgo del hospital ningún familiar me pregunta cuándo me dan el alta para recogerme y llevarme a casa, por ejemplo. Casi siempre son amigos los que lo hacen. Podría contar muchas cosas que ocurrieron, que sentí que padecí o que me marcaron. Pero hay una, especialmente, muy dura, durísima. Mucho más que todas las perrerías que sufrieron mi cuerpo y mi mente. Ocurre durante mi tercer ingreso hospitalario. El personal de hematología ya se ha más que percatado de que, aunque recibo visitas, nadie se queda conmigo como acompañante. Mi estado es bastante grave. Una enfermera se acerca a mi habitación, y con toda la dulzura del mundo, formula la pregunta:
-        ¿Por favor, me das el número de teléfono de algún familiar al que poder llamar si es necesario?
Pero no puedo dar el número de ningún familiar. Una vez le pregunté a un hermano si podía dar el suyo y me respondió que diera el de mi hija, a pesar de saber que ella me había echado de su vida hacía mucho. Pienso en el ángel que me acompaña en silencio, de puntillas; apenas se nota pero siempre está de una u otra forma. Es una persona solidaria que me acompaña en la medida de sus posibilidades durante mi proceso. La llamo por teléfono; casi no sé cómo preguntarle. Como quien está dejando caer una responsabilidad mu grande mu grande a quien no le corresponde, le digo que la enfermera me ha pedido un número de teléfono de alguien a quien llamar por si pasa algo, que si puedo dar el suyo. Con voz serena y firme me responde que claro. Y yo respiro con apuro y al mismo tiempo con tranquilidad. No creo que ella actúe así porque hayamos compartido parentesco lejano, porque nos conocemos desde hace años. Ni siquiera creo que se comporte así porque sea yo. Creo que lo hace por humanidad. Porque tiene corazón. Creo que lo haría igualmente por una vecina, una prima, un gato, o cualquier persona que lo necesitara. Lo que ella hace es lo normal. Y sin embargo en mi caso se convierte en algo extraordinario. Creo que si yo hubiera estado en estado vegetativo y ella no hubiera podido estar conmigo cuando se acercara el final, lo mismo hubiera dejado una tarjeta con su número. Bendita sea. A lo mejor un número de teléfono pegado con esparadrapos a la mesita de noche, quién sabe. Han pasado casi cinco años. Ya pasó...


La anfitriona de la exquisita cena y de los momentos que acabamos de compartir esta noche se percata de mi silencio. Me gustaría contar mi sentir a las dos, pero lo que me ocurrió ya es pasado. Una vez más me pregunta qué me pasa, por qué estoy tan callada, pero sigo sin poder articular palabra durante la rotura emocional de la amiga de ojos turquesa que no entiende cómo puede morir  una madre, sola, junto un número de teléfono.  Me gustaría decirles que hay momentos que te transportan a otros que no deseas volver a recordar. Aunque cuando lo haces, solo tienes palabras de gratitud hacia esas almas que te acompañaron durante el camino. Como la que me ofreció su número de teléfono durante el proceso en el que en lugar de ser una paciente que requiere de cuidados especiales y mucho amor, los míos me convirtieron en una patata caliente. Un número de teléfono... Para unos una ofensa, para mí, un regalo. Una sucesión de números que pueden llegar a ser mucho más que eso; algo así como un jeroglífico lleno de amor con un significado especial:  Trataré de estar a tu lado, pero por si acaso, llámame si te mueres.





El Diario de Amanda Flores (Solo para valientes). Todos los derechos reservados. All rights reserved.


5 comentarios:

  1. Muy fuerte esta historia. Y muy valiente tu Silvia. Esa familia q ya no es la tuya no te merece. Un besoo. Fátima.

    ResponderEliminar
  2. Querida Fátima, muchas gracias por el comentario que ha escrito tu corazón. Debo decirte que ha pasado ya más de un lustro desde que viví ese "proceso". Debo decirte también que durante el tiempo que duró pensé lo mismo que tú, hasta que la vida me ha abierto bien los ojos para Comprender.
    Un conocido escritor, ya fallecido, que tenía un gran sentido del humor, dijo en una conferencia: "Los amigos son las personas con las que Dios te recompensa por la familia que te ha tocado". A la familia de sangre que me ha tocado le estoy muy agradecida, porque gracias a ellos he comprendido algunas cosas; como que cada uno da hasta donde puede o quiere, que lo que no te mata te hace más fuerte; que la soledad, en determinados momentos, es un regalo y el mejor examen la compañía. Y, en definitiva, que nada es por casualidad y en cada momento de la vida de uno está quien tiene que estar. Que alguien me hubiera acompañado por obligación durante el proceso tan duro que pasé no hubiera hecho sino empeorar la situación, más todavía. El sentimiento de culpa, carga o de molestia que puede llegar a sentir un enfermo cuando necesita ayuda se puede convertir en un distrés bastante perjudicial para la sanación. "Mejor solo que mal acompañado" es un refrán del que podría echar mano, pero lo cierto es que nunca me sentí sola del todo. Además de mi pequeña familia de amigos siempre sentí ángeles cerca de mí que me cuidaban. Mis padres desde el cielo, y también, personas que iban y siguen apareciendo en mi vida cada día, a las que contemplo con una sonrisa para adentro, porque sé que en realidad son ángeles disfrazados de humanos.
    Otra cosa que también he aprendido durante estos años y que debo también a las personas a las que te refieres, es a no ser tan rumbosa con mi tiempo. Me he vuelto muy avara con mi tiempo. No se lo regalo a cualquiera. Mi autoestima, el quererme como dios manda, ya lo tengo en su sitio. "Egoísmo" lo llaman algunos. Yo lo llamo amor propio.
    Solo siento gratitud para todos los que estuvieron y están conmigo, y también para los que no estuvieron ni están. Todos, de una u otra forma, han intervenido para que hoy, 1 de septiembre de 2019, yo te pueda estar escribiendo estas letras.
    Un fuerte abrazo, Fátima. Gracias de nuevo por tu comentario y por el brunch tan rico y lleno de cariño que nos preparaste ayer. Ha sido un placer conocerte. Hasta pronto. Silvia.

    ResponderEliminar
  3. Lo siento, Fátima. Cometí un error de calendario. Quise decir "Todos, de una u otra forma, han intervenida para que hoy, 2 de septiembre de 2019..." :)
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  4. Respuestas
    1. Me alegra que te haya arrancado alguna emoción. Muchas gracias, Salva, un beso muy grande.

      Eliminar

Gracias por dejar un comentario.