Esshhhpañoles… ¡mi televisor… ha muerto…! Snifff…
Ocurrió hace un par de semanas,
mientras almorzaba y se me antojó ver el programa de corazón de la Igartiburu.
De vez en cuando – y no lo digo por justificarme – me gusta ver el nivel de
gilipollez que se nos adjudica a la población, con según y qué programas, y el
de esta muchacha, en concreto, alcanza bastantes puntos.
No sé cómo ocurrió, sólo sé que
estaba pinchando las judías verdes con el tenedor y cuando miré a la pantalla
se veía todo en blanco, con unas sombras de fondo. Durante unos instantes me
cuestioné si lo suyo sería llamar a un técnico o a Iker Jiménez, pero cuando
apliqué la lógica, comprendí que iba a ser cosa del tubo de imagen del aparato,
y también, que su pérdida me afectaba tanto como el estilismo de Ana Pastor.
Creo que lo voy a vender a alguien que lo quiera arreglar; lo tomaré como una
señal del Universo: me llegará por otra parte uno mejor donde ver las pelis que
tanto me gustan. No me veo comprando uno nuevo, más que nada, porque el asunto
del peculio lo tengo bastante regular, y prefiero comprar comida y pagar a los
rateros que nos abastecen de luz, agua, y ese tipo de lujazos que la mayoría
del rebaño pagamos cada mes, sin
rechistar, aun sabiendo que nos están estafando by the face.
El caso es que estoy aprovechando
para recuperar el tiempo de lectura de la ristra de títulos que tenía aparcados
o empezados; eso es justo lo que le estaba contando a mi amiga María mientras
colocábamos los libros en la estantería de su nuevo hogar, cuando, de repente,
y con esa chispa que la caracteriza, sacó un texto de cualquier caja, y como
una niña chica, con la sonrisa de oreja a oreja, soltó:
¡¡Miraaa,
llévatelo, tienes que leerlo!!
Nada más verlo, me encantó: 86
páginas muy despejadas, letras grandes y lo suficientemente ligero como para
leer en la cama o transportar en el bolso. Eso viene a ser, grsosso modo, lo primero
que me atrae de un libro, para qué nos vamos a engañar. Lo del autor que lo
escribe lo pongo siempre en cuarentena, porque todo el mundo sabe escribir,
pero no todo el mundo es escritor; y también, porque, visto lo visto, muchos
escritores famosos, además de contar con su musa, lo hacen con un equipo de
marketing y algún que otro negro que
les aligera el trabajo mientras ellos o ellas se dedican a hacer caja por esos
mundos de dios.
¡Es el
libro que más he regalado en mi vida! – continuó explicando mi querida amiga -
¡Y el tío que lo ha escrito es el de la librería de abajo! El otro día entré y
le dije que me encantaba su libro y que lo regalaba siempre, y se me quedó
mirando, atónito; fíjate tú, ¡¡que le digan eso a un tipo al que no conocen ni
las águilas!! ¡Te va a encantar!
Desde luego esta mujer me conoce
un poco y sabe, además de hacerme reír,
cómo ponerme la miel en los labios. Estaba deseando llegar a casa y
meterme en la cama con él (con el libro); y eso fue lo que hice tras mi ritual
de limpieza de cutis y aseo dental.
“Cuentos de un inconsciente”,
escrito por Evaristo Montaño, nacido en 1960 en Jerez, se convirtió en una de
esas revelaciones que tienes que contar al cosmos: la mayoría de las cosas que
nos callamos de los demás y que el resto del mundo se pierde, son cosas
interesantes. Muchas veces parece como si nos quisiéramos quedar para nosotros
con lo bueno de las personas porque
vende más, a la hora de poner en alza nuestra popularidad, sacar fuera
sus miserias o debilidades.
Abrí, curiosa, la primera página
del librito. En la segunda pude leer:
“Soñar es despertarse hacia
adentro" - Mario Quintana
“Hay otros mundos pero están en este” - Paul Eluard
Y a continuación, comienza el
libro en todo su esplendor. No tiene prólogo, ni falta que le hace. Tras leer
las cinco primeras líneas, suelto una sonora carcajada en medio de la noche, y
cavilo que el tipo ha dado de lleno en la diana: el comienzo, el primer
capítulo de un libro es esencial, porque si a los lectores no les gusta no
leerán el resto del libro.
El primer cuento de “Cuentos de
un inconsciente”, de Evaristo Montaño, se titula “El mercadillo de
Oneirokriticá” y un extracto del mismo, dice así:
Entré en el mercadillo. Me paseé por él tranquilamente, observando los
puestos y a sus vendedores. En uno de estos puestos un hombre con bigotes
dalinianos vendía pescadillas de su propio huerto, recién cogidas del árbol.
Intentó convencerme de que comprara algunas. Me dijo que eran ecológicas. Que
él regaba sus árboles con auténtica agua marina y los abonaba con algas secas.
No se las compré. Me pareció que estaban demasiado verdes: todavía no era el
tiempo de las pescadillas.
Más adelante, un joven cariacontecido vendía hogazas de pan triste. Un
pan que estaba hecho de recuerdos y añoranzas, de tiempos felices y amores
perdidos. Tampoco le compré nada. Mi médico me ha dicho que lo evite, me sube
mucho la melancolía.
Hace unos días decidí hacerle una
visita para charlar con él; me contó que iba para profesor de Educación Física
pero las circunstancias le llevaron a montar un gimnasio en el que estuvo trabajando durante 20 años, hasta que se cansó de
trabajar sólo para pagarle al banco. Le ha gustado pintar de toda la vida de
dios, hasta que se dio cuenta de que tenía poco de pintor y mucho de Cuentista.
Me dijo que escribe, sobre todo,
los sueños que tiene cada noche, aunque a veces le resulta complicado contar un
cuento en el que tiene que describir un mar de gelatina. Se define como
observador, introvertido, terco, peligrosamente cabezón, misántropo e
hipocondríaco de los malos; en ese punto me paro a pensar que si no fuera
porque le delatan su físico y su edad, servidora podría estar delante de la
reencarnación del mismísimo Woody Allen; hasta que Evaristo llega al apartado
en que también se define como un “hedonista que escribe por diversión”, y la
verdad, no veo yo al actor, guionista y director de cine en esa coyuntura,
sobre todo, en lo concerniente a los dineros.
Evaristo empezó a tomarse más en
serio lo de escribir a los 53. Ahora tiene 56 años y ya ha publicado su primer
libro. Trata de dedicar una hora al día a dibujar las ilustraciones de la que
será su segunda obra y que tratará sobre La Gula, y también tiene en proyecto
un tercer libro, más onírico y misceláneo.
Todo esto me lo cuenta en “La
luna vieja”, la librería que ha montado en la calle Granados, en la que entra
gente dispar, para curiosear o para preguntar por algún libro en concreto. De
repente la conversación se ve interrumpida por una llamada a su móvil; el
politono parece un rebuzno, pero luego me aclara que es la voz de Chewacca. Me
quedo mucho más tranquila, la verdad. Y así podría seguir contando una
interminable letanía de anécdotas y rasgos atípicos en alguien de Jerez.
Desde luego – pienso para mí – así da gusto que el televisor pase a mejor vida; da gusto tener amigos como María que te ilustran en campos que tienes justo al lado y que a veces te parece que están en otro planeta. Va a ser verdad lo que dice Paul Eluard de que “Hay otros mundos pero están en este”, sólo hay que rascar un poco y el azar, las causalidades y la necesidad de contarle al mundo lo que sabes, te llevarán un día, como sin venir a cuento, a describir la agradable sensación de descubrir otros mundos tan cercanos, y de paso, por qué no, a escribir la crónica de un inconsciente.
Desde luego – pienso para mí – así da gusto que el televisor pase a mejor vida; da gusto tener amigos como María que te ilustran en campos que tienes justo al lado y que a veces te parece que están en otro planeta. Va a ser verdad lo que dice Paul Eluard de que “Hay otros mundos pero están en este”, sólo hay que rascar un poco y el azar, las causalidades y la necesidad de contarle al mundo lo que sabes, te llevarán un día, como sin venir a cuento, a describir la agradable sensación de descubrir otros mundos tan cercanos, y de paso, por qué no, a escribir la crónica de un inconsciente.
Amanda Flores
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