Autora de El diario de Amanda Flores (solo para valientes) y de El humor y el olvido (Aventuras aliñadas de hoy y de ayer). @amandafloresinsta
miércoles, 27 de septiembre de 2017
viernes, 15 de septiembre de 2017
TÚ ASESINA, QUE NOSOTRAS LIMPIAMOS LA SANGRE
Supongamos que me levanto tan
ricamente a la mañana siguiente de publicarse uno de mis artículos en
el diario con el que colaboro altruistamente (esto significa que le regalo mi
tiempo, mi trabajo y mi cariño de forma desinteresada, solidariamente, para
ayudarlo en sus comienzos). Lo dicho: me levanto tan ricamente, mi perro me saca a pasear, me
preparo el desayuno, me ducho y hago algunas cosas en casa.
Supongamos que, por aquello de
que una no es esclava de la tecnología, no tengo instalado el correo electrónico
en mi teléfono móvil, así que cuando termino de hacer mis cosas me da por
sentarme frente a mi PC. Reviso mi correo
y me encuentro con uno de la redacción de mi periódico amigo, al que no voy a
regalar más publicidad. Dice lo siguiente:
Buenas tardes Amanda.
Te escribimos porque, en las últimas horas, a raíz de la publicación de
tu último artículo, nos están llegando multitud de comentarios negativos
censurándolo, porque muchos de nuestros lectores entienden que atenta contra el
colectivo (…) El hilo lo ha iniciado tu hijo en Twitter y es este: (…)
Como decimos, este artículo nos está haciendo daño y está repercutiendo
en la credibilidad del medio, algo que no podemos consentir, por lo que estamos
considerando la posibilidad de eliminarlo, si nos das tu beneplácito.
Quedamos a la espera de tu respuesta. Esperamos que lo entiendas. Un
saludo.
Supongamos que el susodicho
periódico digital comparte afinidad política con el colectivo "ofendido" y con otros colectivos de
los muchos que hoy en día proliferan como setas. No voy a negar mi
desconcierto ante la situación. Respondo con otro correo donde pido que retiren mi artículo inmediatamente.
Ha pasado día y medio desde que se originó todo y estoy ajena a lo que ocurre, porque nadie del
periódico ha contactado conmigo ni telefónica ni personalmente, si quiera para
preguntarme si tengo mascota, hijo, padres o algo cuya identidad concuerde con
la persona que está vertiendo acusaciones tan graves sobre mi persona y que
invita al resto del mundo a despedazarme. En lugar de eso retiran mi artículo
y dejan una reseña que dice lo siguiente:
En vista del malestar generado por la publicación del artículo "Crisis de identidad" procedemos a retirarlo a petición de la autora. Amanda Flores es colaboradora
habitual del medio y, en el momento de su publicación, desconocíamos los
detalles personales que se han expuesto a través de redes sociales y por
comentarios en esta web y que, por consiguiente, podía generar esta
animadversión por parte del colectivo (…) al que (…) apoya y defiende como se puede ratificar si se
analiza la trayectoria de más de tres años y medio de este proyecto
periodístico. Pedimos disculpas y sentimos las molestias ocasionadas. Saludos.
Hay que recordar que este medio no se hace responsable de las opiniones
vertidas por sus colaboradores.
Traducción (por si alguien no lo
ha entendido): a petición mía eliminan el artículo, y en su lugar, mi periódico amigo deja una
reseña pidiendo disculpas al colectivo supuestamente agredido, viniendo a
decir:
"Tranquis, coleguis, somos vuestros amiguetes, no sabíamos que nuestra
colaboradora es una delincuente, no sabíamos las circunstancias tan horribles
que relata el que la insulta y difama y no tenemos nada que ver ni nos hacemos
responsables de lo que escribe esta sujeta. Tranquis, tronquis. Que le den. Y como prueba
de nuestro buen rollito, hemos quitado el artículo que os ofende pero hemos
dejado todos los comentarios que habéis puesto, aunque la mayoría de estos sean
insultos, infamias y acusaciones constitutivas de delito".
Supongamos que quien “ha iniciado
el hilo” es alguien que tiene parentesco
consanguíneo conmigo y que pertenece a uno o varios colectivos, del tipo que
sean. Que desde hace años se dedica a insultarme y difamarme en redes sociales y que ante la ausencia de respuesta por mi parte a sus provocaciones, aprovecha
un artículo que escribí hace años y lo
saca totalmente de contexto aduciendo que es una mofa hacia su colectivo – pobrecito - . Que no contento con
eso me procura toda clase de insultos,
me acusa de ladrona, estafadora, extorsionadora y maltratadora, y que hace un
llamamiento en las redes a toda su peña para que arremetan contra servidora. Y
arremeten. Personas que no me conocen de nada ni saben de mi existencia, de mi
vida o de mi trayectoria como persona. Y mi periódico amigo se convierte en cómplice de
toda esta farsa.
Ryzszard Kapuscinski (1932-2007),
periodista, historiador, escritor, ensayista y poeta fue el creador de
pensamientos como los siguientes:
"Cuando se descubrió que la
información era un negocio, la verdad dejó de ser importante."
“Antes, los periodistas eran un
grupo muy reducido, se les valoraba. Ahora el mundo de los medios de
comunicación ha cambiado radicalmente. La revolución tecnológica ha creado una
nueva clase de periodista. En Estados Unidos, se les llama media worker. Los periodistas al estilo clásico son
ahora una minoría. La mayoría no sabe leer ni escribir, en sentido profesional,
claro. Este tipo de periodistas no tiene problemas éticos ni profesionales, ya
no se hace preguntas.
Antes, ser periodista era una
manera de vivir, una profesión para toda la vida, una razón para vivir, una
identidad. Ahora la mayoría de estos media workers cambian
constantemente de trabajo; durante un tiempo hacen de periodistas, luego
trabajan en otro oficio, luego en una emisora de radio… No se identifican con
su profesión.”
“El trabajo de los periodistas no
consiste en pisar las cucarachas, sino en prender la luz, para que la gente vea
cómo las cucarachas corren a ocultarse.”
“Para ejercer el periodismo, ante
todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos
periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los
demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias.”
Supongamos que, como la paciencia
me ha enseñado que tras la tempestad llega la calma, espero. Y observo. Y pasa
un día. Dos días. Una semana. Dos semanas… Y nadie del periódico contacta conmigo para
pedir disculpas por semejante atropello. Para saber cómo me encuentro; si me
sigue gustando más el tinto que el blanco, no sé, si he tenido una crisis de
ansiedad o de identidad dado el calibre del disparate rocambolesco y
surrealista del me han hecho protagonista y en el que ni siquiera se me ha
ofrecido el beneficio de la duda. Nadie hace nada. Así que decido escribir un
breve correo al director de mi periódico amigo:
(Vuelvo a insistir: no les voy a
regalar más publicidad a ninguno)
Estimado Sr (…) y redactores de (…):
Ruego que sean retirados a la mayor brevedad posible de (…) todos mis
artículos y fotografías, la sección (…) de la cual soy creadora y autora, y
cualquier vestigio que me relacione o implique con el medio que usted dirige.
Asimismo, ruego me comuniquen cuando mi petición se haya solventado.
Un saludo
El director de mi periódico amigo
me contestó a los 5 minutos con un escueto “Ya está eliminado. Gracias y suerte”.
La traducción, para los que no lo hayan entendido, vendría a ser: “Pa chulo
chulo, mi pirulo. Que te den”.
El peligro de creer noticias no
contrastadas no es el daño que pretende hacer una persona, un rebaño de
borregos que creen a pies juntillas lo que cualquiera pone en una red social. Aunque
constituya un delito actualmente perseguido y castigado por la justicia, dadas
las barbaridades que se están cometiendo contra personas respetables. El peligro
consiste en que, como en todo crimen, hay un asesino y una víctima. Pero
también alguien que da la noticia en función de factores como la ideología
política que practica o el amiguismo que le vincula con el asesino o la
víctima. En ambos casos, por tanto, no se da información sino des-información.
Vivimos en la era de la des-información, de no contrastar contenidos, del mal
gusto, de la falsedad y de la maldad. Ryzszard Kapuscinski se quedó corto.
El peligro, por último, es que
después de que el asesino mate, después de que los vivos mueran, alguien tiene
que arreglar e informar del desorden. El titulo de la película dirigida por Red Braddock,
producida y guionizada por Quentin Tarantino Tú asesina,
que nosotras limpiamos la sangre sería el eslogan perfecto para uno de
tantos periódicos que se jacta de hacer periodigno pero que no se digna a
contrastar una información cargada de insultos y acusaciones constitutivas de
delitos vertidos sobre una persona que, lejos de ser una extraña, es
colaboradora desinteresada del medio (su periódico) que la está lapidando.
“Tú asesina, que nosotros limpiamos
la sangre”, ”Mientras ladren, cabalgamos” o “Caiga quien caiga” serían lemas
perfectos para este tipo de periódicos.
A los que han formado parte del boicot
para difamarme sólo puedo darles las gracias. Sin ellos no me hubiera
percatado del medio de comunicación tan
fatídico al que estaba regalando mi tiempo, mi dedicación y mi talento. Pongo, por tanto, fin a una etapa y continúo
con mi espacio: mi blog. Mi casa. Y mientras narro la despedida y cierre de este sainete,
recuerdo la enseñanza de un amigo en la que me instruyó hace años:
- Aprende, serenamente, a mandar a la gente a tomar por culo.
- Aprende, serenamente, a mandar a la gente a tomar por culo.
Y en esas estoy.
El Diario de Amanda Flores (sólo para valientes). Todos los derechos reservados.All rights reserved
El Diario de Amanda Flores (sólo para valientes). Todos los derechos reservados.All rights reserved
domingo, 10 de septiembre de 2017
LA ENVIDIA
La primera revelación viene a decir que las casualidades no existen...
Sucedió hace años en una librería
de Madrid. Era como una ciudad infinita de libros distribuidos en varias
plantas. Los sentidos abiertos. Mi mente de principiante, de alumna aplicada
que quería aprender todo lo que el momento le ofrecía. Aterricé en
aquel lugar mágico de la mano de un amigo que acabó exigiéndome todo o nada. Y fue nada. Nunca me
gustaron los extremos ni las imposiciones sentimentales no consensuadas. Agradezco todo lo que me enseñó y el legado que me dejó. Conservo algunos de
sus textos con temas muy interesantes. La
pugna por el poder, Bioenergética, Análisis transaccional, Programación
Neurolingüística, La envida: una pasión… y un millón más, formaban parte
del legado literario que el sabio atesoraba entre sus escritos.
Durante el trimestre que duró
nuestra amistad aprendí mucho de aquel personaje poco convencional con un aire a Gandhi. Después de lo de la librería de Madrid nunca lo volví a ver
ni a saber nada de él. Aquella amistad que no pasó a mayores se diluyó en el
tiempo como un azucarillo. Sin embargo cambió mi vida para siempre. Sin que él
lo supiera. O tal vez sí. En realidad ya no importa, sólo que su semilla germinó y le estaré eternamente agradecida por ello. Hubo un antes y un después de
aquella librería. Un antes y un después de que el erudito se me acercara susurrando un “te lo
regalo” y plantara en mis manos el ejemplar
del libro que cambió mi vida.
Por la noche me lo dedicó en el restaurante
griego donde fuimos a repostar. La dedicatoria, una especie de resumen de lo
acontecido en las pocas horas que pasamos juntos:
La chica del restaurante griego que “no los entiende”…
El acné y el ombligo de Daniela… Mario, su simpatía y bonhomía… Juan
Carlos que hasta aquí llegó… la tarjeta en el ascensor… los músicos callejeros…
las piedras filosofales y el mareo en la tarántula… Retazos de unos días de
primavera en Madrid
Con Silvia Herrera, otra revelación
21 de junio de 0000 A. E. Tomás
Con “Las nueve revelaciones” de
James Redfield aprendí que las casualidades no existen.
Entre los textos que conservo del aprendiz de
sabio que lo quería todo y se encontró con nada, destaca uno de Carlos Castilla del Pino
(1922-2009), neurólogo, psiquiatra y escritor español. Afanado en la búsqueda
de la verdad, en investigar los fenómenos humanos y sociales, empleaba
métodos rigurosos que profundizaban en las causas que provocaban su curiosidad.
Desintegró los convencionalismos
sociales que aconsejan pararse donde termina el buen gusto, en eso que ahora
llaman lo razonable. Por ello era
calificado por la hipocresía social como impertinente
dado que sus conclusiones molestaban y, sobre todo, rompían esquemas. “LA ENVIDIA:
UNA PASIÓN” es una muestra de su brillantez así como de su pericia para
desnudar uno de los ejes que remueve nuestra rutina diaria: la envidia.
Buen provecho.
Buen provecho.
L A E N V I D I A : U N A
P A S I Ó N
La primera conceptualización que se encuentra en castellano
de la envidia aparece en Covarrubias en dos artículos:
(1) “ Invidia: dolor
conceptus ex aliena prosperitate; de in et video, porque la envidia mira siempre
de mal ojo y por eso dijo Ovidio de
ella: Nusquam recta acies” –
he traducido dolor conceptus como dolor engendrado, en este caso por la
prosperidad de otro, y nusquam recta
acies como nunca penetra (en el otro) rectamente; la envidia nunca va por derecho, hiere anfractuosamente,
torcidamente-.
(2) “ Envidia. Es un dolor concebido en el pecho, del bien y
prosperidad agena; latine invidia, de in
et video, es quia male videat; porque
el envidioso enclava unos ojos tristazos y encapotados en la persona de quien tiene envidia, y le mira como
dizen de mal ojo…Su tóssigo es la prosperidad y buena andança
del próximo, su manjar dulce la adversidad y calamidad del mismo: llora
quando los demás ríen y ríe quando
todos lloran…Entre las demás emblemas mías, tengo una lima sobre una yunque con
el mote:
Carpit et carpitur una; símbolo del envidioso, que royendo
a los otros, él se está consumiendo entre sí mesmo y royéndose el propio coraçón; trabajo intolerable que el mesmo
se toma por sus manos…Lo peor es que
este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y
nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que
los enemigos declarados..”
Pero invidia en latín, tiene dos acepciones,
que tomo del Diccionario Latino-Español de Valbuena y, con mayor extensión, del
Nuevo Diccionario Etimológico de Raimundo de Miguel.
La primera la recoge Covarrubias:
PESAR POR LA PROSPERIDAD AJENA, que alude al efecto de la envidia en el envidioso.
El envidioso se entristece, se apesadumbra, su rostro se ensombrece. Así se
dice en el Génesis (4,6) que Jehová le preguntó a Caín: “ ¿Por qué te has
ensañado y se ha inmutado tu rostro?”. La envidia transforma y hace odioso al
que es presa de ella. In invidia esse,
decía Cicerón, esto es, ser odioso. Y en este texto ciceroniano invidia no es envidia, sino odiosidad.
La segunda acepción, es curiosa: se refiere
al efecto que el sujeto envidioso trata de obtener: hacer odioso al
envidiado a los ojos de terceros. Esto es muy interesante. Raimundo de Miguel cita a Ciceron
como ejemplo de este uso transitivo de invidia:
Invidiam facere alicui (hacer odioso a alguno); Invidiae ese alicui
(acarrear odio a alguno). ¿Por qué esta acción transitiva? Tiene su lógica.
Raimundo de Miguel trae a colación una cita de Tito Livio: Intacta invidia media sunt (la mediocridad está libre de la
envidia), que, continúa, tiende –la envidia- a lo más elevado: ad summa ferme tendit. De manera que la envidia busca lo más elevado para
rebajarlo hasta la mediocridad, y así hacerlo impropio de la admiración, y
hasta de la posible envidia, de los demás.
¿Cómo consigue el envidioso rebajar el valor del envidiado
hasta el punto de hacerlo odioso a todos en lugar de admirable? Privándole,
negándole cualidades. Porque in video
-de donde procede invidia,envi-dia no es sólo mirar con
mal ojo (in video no es mirar dentro,
sino mirar torcidamente: nusquam
rectaacies, que decía Ovidio), sino también negar, o privar, al envidiado
de aquello por lo que precisamente se le envidia o se le admira. Por eso, a
partir de Ovidio, invidiosus es tanto
el envidioso como el envidiado (al que se logra hacer odioso
negándole toda virtud).
La situación de
envidia, una relación asimétrica.
La envidia requiere un contexto en el que los
dos actores de la interacción ocupan posiciones asimétricas. La asimetría, que
juega a favor del envidiado, es vivida por el envidioso como intolerable,
porque no se acepta, porque se tiende a no reconocer y a negarla. En la
interacción envidiosa la asimetría juega en contra del envidioso con
independencia de que, por la eficacia de su actuación, se depare en ocasiones al
envidiado un perjuicio en su imagen pública hasta el punto de situarlo, en una
posición incluso inferior a la del envidioso. La relación con el envidiado no
tiene que ser necesariamente real. Muchas veces la envidia la suscita alguien
con quien no se tiene relación real alguna, es virtual. En estos casos, es la mera existencia del envidiado, su
posición social, sus éxitos, sus logros, sus dotes de empatía, entre otros
muchos “bienes” posibles, los que generan lo que se ha llamado el sentimiento (en realidad, la actitud) de
envidia.
Pero ¿cuál es la peculiaridad de esta
asimetría en el caso de la situación de envidia? El envidioso está en posición
inferior respecto del envidiado, pero tal inferioridad, si se reconoce por él
–cosa que está lejos de ocurrir siempre-, es rechazada mediante argumentos
falaces o racionalizaciones. Por ejemplo, se atribuye a la “mala suerte”,
frente a la “buena suerte”, no al mérito del envidiado, o a la “injusticia” del
mundo. Al envidioso se le priva (injustificadamente, por supuesto) de lo que el
envidiado posee (injustificada-mente también). El envidioso no tolera su
posición en esta relación asimétrica. La raíz de la actitud envidiosa ancla
en el profundo e incurable odio a sí mismo del envidioso. En la envidia
se anhela desvalijar al sujeto, desposeerlo del valor añadido que la
posesión del bien le supone como persona.
La envidia, relación de dependencia. Unidireccionalidad y
enantiobiosis.
En la interacción
envidiosa tiene lugar una dependencia de carácter unidireccional, del envidioso
hacia el envidiado (dado que muchas veces este último ignora la envidia que
suscita, y en ocasiones hasta la mera existencia del envidioso). El envidioso necesita del envidiado de
manera fundamental, porque, a través de la crítica simuladamente objetiva y
justa, se le posibilita creerse más y mejor que el envidiado, tanto ante sí
cuanto ante los demás. Sin el envidiado, el envidioso sería nadie.
En otras ocasiones,
aquellas en las que el envidiado sabe de la envidia que provoca, la relación es
de tipo enantiobiótico, es decir, una
relación necesaria para el perjuicio recíproco de ambos sujetos. El envidiado
necesita a veces del envidioso –hay quien se inventa envidiosos- para así
afirmarse en su posición y, sin esfuerzo, gozar de la destrucción que se le
acarrea al envidioso por el hecho de envidiar.
La dependencia unidireccional del envidioso
respecto del envidiado persiste aun cuando el envidiado haya dejado de existir.
Y esta circunstancia descubre el verdadero
objeto de la envidia, que no es el bien que posee el envidiado, sino el sujeto que lo posee.
Lo que se envidia de
alguien es la imagen que ofrece de sí
mismo merced a la posesión del bien que ha obtenido o de que ha sido dotado. La dependencia del envidioso se debe a la
introyección de la imagen del
envidiado, de manera que ésta no desaparece por el hecho de que el
envidiado ya no exista.
La envidia, interacción oculta.
Una de las
peculiaridades de la actuación envidiosa es que necesariamente se disfraza o se
oculta, y no sólo ante terceros, sino también ante sí mismo. La forma de
ocultación más usual es la negación:
se niega ante los demás y ante uno mismo sentir envidia de P. Para proceder a
esta ocultación/negación es imprescindible el recurso al dinamismo de la disociación
del sujeto, mediante el cual se es
envidioso, pero se ha de interactuar como
si no se fuera. Las razones por las que la envidia se oculta/se niega son de
dos órdenes: psicológico y sociomoral.
Desde el punto de vista psicológico la envidia revela una deficiencia de la persona, del self
del envidioso, que éste no está dispuesto a admitir. Por eso, en primer lugar,
niega sentir envidia de P. Es así como el sujeto que actúa como envidioso ha de
sobreactuar como no siéndolo. ¡No faltaba más! ¿Cómo voy a sentir envidia de P,
si éste no merece tan siquiera ser envidiado? Más bien, se dice, se siente pena
de P o en todo caso, si no pena, el envidioso racionaliza para demostrar a los
demás que P está donde no debe estar. Todo este sistema de racionalizaciones
tiene un alto precio mental, al cual me referiré más adelante.
Señalo ahora tan sólo que negarse
al reconocimiento de la envidia es negarse a re-conocerse en extensas áreas de
sí mismo. Si el envidioso
estuviera dispuesto a saber de sí, a re-conocerse, asumiría ante los de más y
ante sí mismo sus carencias. Pero esto conllevaría su depreciación ante los
demás y ante sí mismo, cuestión
a todas luces extremadamente dolorosa. Como advertía Juan Luis Vives, “nadie se
atreve a decir que envidia a
otro”. El envidiado se alza ante todos ostentando aquello de que le envidioso
carece; refleja sin
pretenderlo, por contraste, la deficiencia del envidioso. Por eso se dice en el
habla coloquial, con gran precisión,
que el envidioso “no puede ver” al envidiado, y no precisamente porque le sea
meramente antipático. No puede literalmente verlo, porque la visión que de
sí mismo obtiene por la presencia del envi-diado le es intolerable.
Hay también razones
socio morales que fueron señaladas por los tratadistas clásicos. También Vives
habla de que “quien tiene envidia pone gran trabajo e impedir que se manifieste
esa llaga interior”, y Alibert comienza su capítulo con estas palabras: “La
envidia es una aflicción vergonzosa que procuramos disimular con cuidado porque
nos degrada y humilla a nuestros propios ojos”.
¿Qué es lo que se
oculta por el envidioso ? En primer lugar su posición inferior respecto del envidiado. De ningún modo se
estará dispuesto a reconocer la superioridad del otro, y el hipercriticismo, en
la forma más sofisticada, o la difamación, en la forma más tosca, trabajará
precisamente para socavar la posibilidad de que los demás forjen o mantengan su
superioridad. En segundo lugar, el propio
sentimiento de envidia.
La envidia supone una serie de connotaciones morales negativas (maldad, doblez,
astucia) que el envidioso sabe que caerían sobre él, al ser la envidia un
sobresaliente predicado de su persona. Por consiguiente, la envidia se
racionalizará muchas veces de forma que aparezca
incluso como crítica generosa (“digo todo esto por su bien”) que se hace sobre
el envidiado para prevenirlo de futuros desastres. En tercer lugar, la envidia
se oculta porque de descubrirse, los demás notarían de inmediato la carencia
del envidioso, visible en el bien que el envidiado posee.
La expresión –semiología- de la envidia.
Pero la envidia, pese
a todos los esfuerzos acaba por
emerger, sale a la superficie, porque la envidia es una pasión y, como
tal, controlable sólo hasta cierto punto. Pese a las destrezas y a las
inteligentes argucias de los envidiosos más astutos, no existen suficientes y
eficaces mecanismos para experimentar la pasión de la envidia y, al mismo
tiempo, ocultarla satisfactoriamente. No obstante, el hecho de que la envidia
actúe en secreto, por las razones morales y psicológicas antes expuestas, dio
pie a curiosas indicaciones para detectarla y así prevenirse de tales sujetos.
Juan Luis Vives habla de cómo el intento de ocultación de la envidia se traduce
en “grandes molestias corporales: palidez lívida, consunción, ojos hundidos,
aspecto torvo y degenerado”.
Tarde o temprano, pues, la
envidia se manifiesta, y atribuimos a determinadas formas de conducta el rango
de significantes de la actitud envidiosa. Porque la envidia puede mantenerse
silenciada durante algún tiempo, bien como primera etapa del proceso mismo de
gestación, bien por una estrategia prudencial. No obstante, la “obsesiva”
ocupación como tema por la persona del envidiado es de por sí altamente
significativa. Otras veces, indicio de que se está en presencia del
envidioso puede ser su silencio, mientras los demás elogian a un tercero. Un
silencio activo, un callar para no decir, hasta que al fin se pronuncie
socavando las bases sobre las que los otros sustentaron su admiración. El envidioso no ofrece descaradamente su
opinión negativa; más bien tiende a invalidar las positividades del envidiado.
El efecto que se pretende con el
discurso envidioso es degradar la posición social –la imagen, en suma- de que
goza el envidiado.
¿Cómo conseguirlo? Mediante la difamación (originariamente disfamación; el
prefijo dys significa anomalía,
mientras fa procede del latín fari, hablar, derivado a su vez del
griego phemi). En efecto, la fama es
resultado de la imagen. La fama por antonomasia es “buena fama”, “buen
nombre”,”crédito”. La dis-famación es el proceso mediante el cual se logra
desacreditar gravemente la buena fama de una persona. La difamación propiamente
dicha es hablar mal de alguien para desposeerle de su buena fama, y no se
justifica aunque lo que se diga de él sea exacto, si no es sabido por aquellos
a los que se dirige el discurso difamador. Pues mientras no se tenga noticia de
lo malo de alguien, se mantiene su buena fama.
Ahora vemos donde está realmente el verdadero objeto de la envidia. No en
el bien que el otro posee, como se admite en la conceptualización tradicional
)si el envidioso lo poseyera no por eso dejaría de envidiar al mismo que ahora
envidia, sino en el (modo de) ser del
envidiado, que le capacita para el logro de ese bien. Por tanto, el bien aparentemente objeto de la envidia no es
sino resultado de un desplazamiento metonímico, expresión de las posibilidades
intrínsecas del envidiado. Por eso, de lo que trata el envidioso es de convertir al envidiado,
de admirable y estimado, en inadmisible y odioso.
Conceptualización de la envidia.
En la psicopatología actual se ha prestado escasa atención al problema
de la envidia. No así en los comienzos del siglo XIX, con Pinel, Esquirol,
Einroch, entre otros, para los cuales la alteración mental especialmente la
locura en sentido estricto, estaba directamente ligada al descontrol de las
pasiones. El concepto de la envidia de Melanie Klein tampoco nos sirve en este
contexto. El psiquiatra americano Harry Snack Sullivan definió la envidia como
“un sentimiento de aguda incomodidad, determinada por el descubrimiento de que
otro posee algo que sentimos que deberíamos tener”. Porque no se trata
simplemente de que el envidioso se apesadumbre por el bien ajeno es una consecuencia de la envidia y no la
envidia misma, sino que además sienta que con él se comete una injusticia,
porque precisamente ese bien, ese éxito debiera ser suyo. Como advierte Max
Scheler con precisión, el que el otro posea ese bien se considera, por parte
del envidioso, la causa de que él no
lo posea.
El bien envidiado adquiere, por ello,
categoría simbólica. Constituye, en efecto, el símbolo, algo así como el
emblema de los atributos positivamente valiosos de la persona envidiada. En
ello radica, a mi modo de ver, la envidia de ese bien. Pensemos en alguien a
quien la suerte en la lotería le depara unos centenares de millones. Decir
“¡qué pena que no me hayan tocado a
mí en vez de él”, no es una expresión de envidia. Tampoco se envidia al que se
apropia indebidamente de un gran capital y puede gozar del mismo en completa
impunidad. ¿Por qué no se envidia? Porque en ambos casos se trata de bienes inmerecidos, cuya posesión y disfrute no añaden nada positivo a la imagen del
sujeto. Pasado el tiempo, cuando los poseedores de esos bienes se revistan
de un “mérito” y nieguen su suerte o su inmoralidad precedentes, entonces sí
aparecerá el envidioso que ponga los puntos sobre las íes.
Por el contrario, se puede y se suele sentir
envidia de aquel que ha logrado su fortuna por un proceso que suscita la
admiración de muchos y que, por consiguiente, conlleva la atribución de un
rasgo positivo a su identidad, un elevado realce de la imagen de sí mismo ante
los demás. No se envidia, pues, el bien,
sino a aquel que lo ha logrado, es decir, a la persona, al sujeto,
en la medida en que ese bien recrece su imagen ante todos, y desde luego ante
los envidiosos. El envidioso murmura continuamente:
“Puedo
perdonártelo todo, menos que seas, y que seas el que eres; menos que yo no sea
lo que tú eres, que yo no sea tú”. Esta envidia ataca a la persona extraña
–la envidiada- en su pura existencia que, como tal, es sentida cual “opresión”,
“reproche” y temible medida de la propia persona.
Medida
de la propia persona: esto es fundamental. Porque el sujeto envidioso se
toma (como, por lo demás, todos y cada uno) como patrón, pero más aún ahora que
experimenta la envidia. Y la envidia emerge como resultado de la ineludible
comparación que surge en toda interacción, por
cuanto toda interacción es una
relación especular, y el otro se constituye en inevitable espejo de la
imagen propia. Toda interacción esconde,
a mayor o menor profundidad, un juicio comparativo de cada sujeto respecto al
otro o los otros con los que interactúa.
Los bienes, atributos simbólicos del
sujeto.
McDougal fue, al parecer, el primer psisociólogo y el primero en atender
a los que posteriormente se denominarían símbolos de estatus: vestidos, casa, coche, joyas, etc. Para McDougal estos
símbolos son ilusiones del yo, dado que vienen a apuntalar al yo –hoy diríamos
el self- (este vocablo, apuntalar, dice con precisión cuál es el significado de
estos símbolos a favor del sujeto) en su inseguridad. Tales símbolos son más
necesarios en aquellos sujetos que carecen de factores diferenciales valiosos
de su propia persona y, en consecuencia, de aquellos atributos
diferenciales/identificadores merced a los cuales se establece exitosamente la interacción.
Al decir atributos se sobreentiende atributos positivos, pues de ellos deriva
el “prestigio”, que no es otra cosa sino la positividad de la imagen. A este
respecto, Sullivan añade: siempre que alguien encuentra en otras personas estos
aspectos que, desde su punto de vista, serían factores de seguridad –factores
con categoría de signos realza dotes
del prestigio- aparece el dinamismo de la envidia.
Condición carencial del envidioso: Por esta razón, el envidioso es un hombre carente de
(algún o algunos) atributos y, por tanto, sin los signos diferenciales del
envidiado. Sabemos de qué carece el
envidioso a partir de aquello que
envidia en el otro. Pero, repito, es necesario atender al rango simbólico
del objeto que envidia. Así, el que alguien sea rico o inteligente no implica
que carezca de motivos para envidiar la riqueza o la inteligencia del otro. Ni
la riqueza ni la inteligencia de éste son
las de él.
El discurso del envidioso es monocorde y compulsivo sobre el envidiado,
vuelve una y otra vez al “tema” –el sujeto envidiado y el bien que ostenta sin
a su juicio merecerlo- y, sin quererlo, concluye identificándose, es decir, “distinguiéndose” él mismo por aquello de
que carece. Como el silencio respecto del habla, también la carencia de
algo es un signo diferencial. La
identidad del envidioso está,
precisamente, en su carencia.
Pero, además, en este discurso
destaca la tácita e implícita aseveración de que el atributo que el envidiado
posee lo debiera poseer él, y, es más, puede declarar que incluso lo posee,
pero que, injustificadamente, “no se le reconoce”. Esta es la razón por la que
el discurso envidioso es permanentemente crítico o incluso hipercrítico sobre
el envidiado, y remite siempre a sí mismo.
Aquel a quien podríamos denominar como “el perfecto envidioso” construye un
discurso razonado, bien estructurado, pleno de sagaces observaciones negativas
que hay que reconocer muchas veces como exactas. ¿Qué duda cabe de que hay,
cuando menos, algo de verdad –en el sentido de exactitud- en lo que el
envidioso dice respecto del envidiado? El problema es que el envidioso pretende
convertir esta “parte de verdad” en la definición global de ese otro. El punto
débil de esta psicología de andar por casa que el envidioso maneja con la mayor
habilidad, es que la mayoría de las aseveraciones que se hacen sobre alguien
son verdad –salvo algunos excesos- en el sentido de que cuando menos lo pueden
haber sido en determinado momento y en determinado contexto. Pero aún así,
naturalmente, no se pueden elevar a categoría de “definición” por su carácter
de mero rasgo y, probablemente, por su excepcionalidad. En este aspecto, el
dinamismo del envidioso se asemeja al del delirante: también en el delirio hay
su parte de verdad y no todo es error
(como el cuerdo equivocadamente piensa). Con posterioridad, el delirante
construye un edificio interpretativo, grotesco en su inverosimilitud, a
diferencia del envidioso, cuya narración cuida siempre de resultar verosímil al
destinatario, procurando referirse más a hechos (verdaderos o falsos) y menos a
interpretaciones siempre subjetivas. Rara vez el envidioso pierde el sentido de
realidad hasta el extremo de alcanzar conclusiones disparatadas respecto del
envidiado.
La condición carencial del
envidioso, su constante ejercicio de la crítica, y sobre todo la extrema
cautela con que actúa para no descubrirse requieren habilidad y astucia. Su
actitud permanentemente vigilante de sí mismo y del envidiado, y también de
aquel a quien puede llegar a envidiar, o de aquellos a los que quizá no llegue
a convencer, le convierte en observador agudo y detallista. La tarea
interpretativa es conducida sesgadamente, oblicuamente, de manera que la depreciación
de la imagen del envidiado aparezca como un resultado “objetivo”. Es muy sagaz
la observación de Juan Luis Vives acerca de la “perversión del juicio” en la
envidia. “La envidia, dice, pervierte, más intensamente que las restantes
pasiones; hace pensar que son importantes las cosas más pequeñas, y repugnantes
las de mayor belleza”. Y explica el fracaso persuasorio del envidioso, porque
“influye mucho la fuerza del odio que está ingénita, y con el carácter más
atroz, en toda envidia”. Así, el discurso difamador no tiene necesariamente que
aludir a un aspecto concreto por el cual el sujeto tiene buena fama, prestigio,
etc. La difamación tiende de manera oblicua a socavar la
buena fama global del sujeto
en cuestión. Por eso usa con frecuencia de la adversativa pero, como una forma de disyunción no
excluyente, para recurrir a una expresión de la lógica: siempre, para el
envidioso, hay el “pero” correspondiente que colocarle al individuo.
La relación envidioso/envidiado
La relación entre el envidioso y
el envidiado es extremadamente compleja. La consideraremos aquí en un sentido
unidireccional, del envidioso hacia el envidiado, no a la inversa, entre otras
razones porque a menudo éste ignora la envidia que despierta en otro u otros (y
si la supone, puede no ofrecérsele indicio alguno al respecto).
Presupuestos de la interacción.
Como señalé antes, y desde luego con carácter metafórico, toda
interacción es especular. Uno no puede tener imagen de sí si no hay otro que la
“refleje”, o, para ser más exacto, que se la devuelva. Se trata de uno de
tantos mecanismos feed-back que funcionan
entre los dos miembros de la interacción. En el supuesto de que la imagen
devuelta no se corresponda con la que se pretendía provocar, la construcción de
la imagen que ofrecemos debe ser revisada, lo mismo si hemos de proseguir las
interacciones con el mismo actante que si se trata de una interacción ulterior
con otro. ¿Qué he hecho o cómo he hecho
para que el interlocutor obtenga de mí una imagen tan diferente a la
pretendida? Evidentemente hemos construido una imagen de nosotros mismos sin tener en cuenta los requerimientos del
otro, y la hemos lanzado teniéndonos presente ante todo a nosotros mismos,
en un ejemplo más de comportamiento autista, en un sentido genérico: de
prescindencia del otro en nuestro contexto). Toda relación interpersonal ha
de establecerse sobre la base de un pacto implícito, mediante el cual la imagen
que se ofrece al otro se construye a tenor de la que se ha construido uno de
él. Dicho con otras palabras: en toda
relación se ha de tener en cuenta
quién soy para el otro. Denomino a este inicial punto de partida en la
interacción pacto de supeditación ad hoc, que de
incumplirse conduce al fracaso de la relación, porque es difícilmente
reparable. Uno se supedita al otro y le da lo que requiere de nosotros. Que
sólo este pacto garantiza en gran medida el éxito de la relación, sin coste
alguno de orden psicológico, lo revela el hecho de que ese otro al que nos
supeditamos de antemano lo que requiere es que se le ofrezca su imagen previa de quiénes somos, sin
que por ello, naturalmente, se prescinda de la imagen de él.
Esto no se opone a que en el curso de la
interacción no se de construyan, quizá, las imágenes recíprocas previas y se
construyan otras, ajustadas al curso de la interacción misma. De aquí que, en
ocasiones, se salga de una entrevista modificando la imagen previa forjada
sobre el interlocutor: “Mira, creía que era… y resulta que es…”. La mayoría de
las veces, y si la interacción no se prolonga, pueden conservarse las imágenes
preexistentes. Pensemos en la relación que tiene lugar entre dos personas de
muy distinto rango social, pongamos el rey y un niño que va a ofrecerle un
obsequio. Está claro que el niño requiere que el rey siga en su sitio, por
decirlo así. Pero no es menos claro que el rey se ha de supeditar, sin dejar de
desempeñar su rol y de mostrar su identidad, a la imagen de él que el niño le
ofrece. De no ser así, si el rey mantuviese determinada tiesura, exigible en
otros contextos, la coartación sería inevitable y la relación se bloquearía,
sin posibilidades de rectificación; si, por el contrario, se excediese en la
supeditación (adoptando lo que se denomina “oficiosidad”), el fracaso de la
relación sobrevendría por la ostensible mendacidad sobre la que se pretende
sustentar. Aun así pueden surgir malentendidos, imposibles muchas veces de
resolución. La supeditación ad hoc, adecuada y recíproca, de ambos sujetos es
la condición necesaria para una
inicial interacción positiva.
En cualquier caso, cualquiera que sea
el proceso, la imagen que el otro nos devuelve es, como se sabe, una definición
de nosotros mismos. Tras cada unidad interaccional surge la auto pregunta
imprescindible (se formule o no; se formule en situaciones especialmente
relevantes, y en ocasiones incluso ante otros, por la indecisión ansiosa que suscita):
“¿Qué le habré parecido a…?”, o “le he debido parecer que…” Toda interacción,
pues, confirma o desconforma la identidad: en el primer caso, somos al parecer
(ante el otro) como pretendíamos ser; en el segundo caso, somos menos o más
para el otro de lo que imaginábamos ser. Esta segunda situación es la que nos
interesa de modo especial para entrar luego en la relación de envidia. Si se
nos define en más de lo que imaginábamos inicialmente ser, aparte de la
gratificación en forma de autoestima que de ello se deriva, aceptamos por lo
general, sin reticencia alguna, esta imagen realzada (a veces no ocurre así, y
nos vemos obligados a pensar, por la responsabilidad que se contrae, que el
otro nos tiene en más de lo que somos). Por el contrario, si la definición nos
rebaja, la relación suele ser de rechazo, por la necesidad de defendernos de la
herida narcisista que ello nos depara.
Así pues, toda definición efectuada
por los demás sobre uno se compara de
inmediato a la definición que uno trató de dar de sí mismo, es decir, a la
definición que uno esperaba obtener a partir de su actuación. Pero la
comparación también se establece entre la que hacen de uno y la que hacen de
los demás: ¿somos preferidos o somos preteridos? ¿En qué lugar, respecto de los
demás se nos sitúa? Esto es especialmente importante, porque de tal juicio
comparativo surgirán, si es el caso, los dinamismos de la envidia y de los
celos. En efecto, de esta serie de definiciones (las que hacemos de nosotros
mismos, las que los demás hacen de nosotros, las que los demás hacen también de
otros, con los cuales se nos relaciona y compara), surge la imagen que se tiene
de alguien y la valoración de que se dota. Imagen y valor de la imagen se dan
de consuno. El valor de la imagen que los demás confieren a cada cual es la
“moneda” básica para las relaciones de intercambio, y decide la posición
de cada uno en la jerarquía de los componentes del contexto. Nuestra autoestima
sufre por el hecho de que se nos sitúe allí donde pensamos que no debemos
estar, y más aún si se sitúa a otro en la posición que juzgamos que nos
corresponde a nosotros.
Este sentimiento de haber sido injustamente preterido es la clave del
dinamismo de la envidia. No debe olvidarse que no es el envidiado el que nos
relega, sino que, la mayoría de las veces, son los demás de modo que el
envidiado es ajeno a la depreciación del envidioso. Ésta es la explicación de
que muchos envidiados no tengan relación alguna con el envidioso, o ignoren
incluso la existencia del mismo.
La envidia, relación de odio.
La envidia es fundamentalmente
una relación de odio, pero de carácter diádico. El envidioso odia al envidiado, por no poder ser como él; pero
también se odia a sí mismo por ser quien es o como es. En lo que respecta a la
estructura del self, de la identidad,
ser es ser como. Ésta es la razón por la que se puede representar ser como X
sin serlo, haciéndose pasar por X. La mendacidad radical no consiste en decir
que se hizo lo que no llegó a hacerse, sino en representar ser lo que de ninguna
manera se es. La existencia del pedante, del chulo, del macho, etc, radica en
la necesidad de mentir re-haciéndose, después de des-hacerse de cómo se era
(ignorante, cobarde, insuficiente). Son muchas las personas que se inaceptan a
sí mismas y, por tanto, se odian. Pero ese odio a sí mismo se traduce, al fin,
en odio generalizado. Por una parte a los que son como él (es el odio del judío
a los judíos, del negro a los negros, del español a los españoles......porque
en ellos “se ve”). Por otra, a los que no son como él, porque le diferencian y
se diferencian de él, y a los que concede la superioridad de un ideal anhelado:
en ellos se ve, precisamente porque no es como ellos, porque carece ante ellos.
La incurabilidad de ese odio/rechazo hacia sí mismo, a partir del
odio/admiración hacia el otro a quien considera un ideal, deriva totalmente del
hecho de que no-se-puede-dejar-de-ser. Éste es el problema fundamental del
envidioso; el hecho de que la envidia se constituya, como veremos luego, en una
forma de estar en el mundo, en una actitud fundamental desde la que se impregna
a las restantes actitudes parciales, procede de ese hecho doloroso e
insusanable:
ser quien se es;
desear no serlo (y ocultarlo);
tratar de ser otro (y negarlo);
estar imposibilitado de serlo.
Efectos de la envidia.
¿Qué efectos produce la envidia, el envidiar? ¿Cuál es su coste en la
economía mental y emocional del sujeto?. La “presencia” del envidiado en el
espacio real o imaginario del envidioso afirma, directa o de forma indirecta, la
carencia de algo fundamental y decisivo en el perfil de su identidad, y la
afirma para sí mismo, y públicamente, ante los demás. El padecimiento crónico
del envidioso, pues, se mueve sobre la conciencia dolorosa de que no es –o no
se le considera- como aquel a quien envidia. “Ahora éste está aquí, delante de
mí, delante de todos, para hacerme ver y hacer ver a los demás que no soy como
él”.
En este sentido, el dinamismo de la
envidia focaliza la atención del envidioso en el envidiado, “obsesionado” por
él (en el sentido no técnico sino coloquial del vocablo), constantemente
presente en su vida, con carácter compulsivo, y lo inhabilita para otra tarea
que no sea ésta, reveladora de su dependencia. Pero, a mayor abundamiento, el
envidioso trata inútilmente de ser el que es, de ser de otro modo a como es, de
ser, en realidad, el otro, el envidiado.
Porque el envidioso no se acepta, no se gusta, porque se reconoce con rasgos
estructurales –los que le definen a sus propios ojos- negativos. Cualquiera sea
la ulterior racionalización que construya sobre sí, en la intimidad está
presente siempre la deficiencia que le hace rechazable para sí mismo.
Nótese la diferencia con quien, no aceptándose inicialmente, no se plantea
siquiera la imposible tarea de dejar de ser para ser otro, sino de perfeccionar
su imagen, de ser él mismo, pero mejor. Al contrario que éste, el envidioso
gasta sus mayores energías en dejar de ser el que es, para tratar de ser aquel
que no puede llegar a ser. El envidioso renunciaría a sí mismo a favor de aquel
a quien envidia: tarea, como he dicho, imposible, que sólo puede resolverse de
mala manera: bien mediante el recurso a una fantasía improductiva, bien
mediante los intentos de destrucción de aquel a quien envidia y que se
constituye, sin pretenderlo, en testigo de sus autodeficiencias.
Porque la gran paradoja interna
del envidioso, como he pretendido hacer ver, estriba en que ama/admira al que
envidia, aunque para defenderse de esta intolerable admiración se empeñe en no
hallar motivo para admirarlo y, en consecuencia, tampoco para envidiarlo. Pero
no hace para sí mismo nada, y se mantiene al acecho en la activa observación
del envidiado, con quien se identifica de manera ambivalente: le ama/ admira,
porque constituye la encarnación de su ideal del yo; mas niega luego su
amor/admiración hasta transformarlo en su contrario, odio/desprecio, como forma
de justificar su ataque y defenderse de la acusación tácita de los demás de “no
ser más que un envidioso”. El envidioso no puede hacer otra cosa que envidiar.
Y de aquí la serie de expresiones del lenguaje coloquial, de sumo interés por
su carácter metafórico respecto de los efectos de la envidia en el envidioso:
“le come la envidia”, “se reconcome” reconociendo así el carácter reiterativo,
monocorde, compulsivo de la relación con el envidiado; “se consume”, en el
fuego, metáfora de la pasión, que representa envidiar; “se muere de envidia”.
Envidia
y creatividad.
Una de las invalideces del envidioso es su
singular inhibición para la espontaneidad creadora. Ya es de por sí bastante
inhibidor crear en y por la competitividad, por la emulación. La verdadera
creación, que es siempre, y por definición, original,
surge de uno mismo, cualesquiera sean las fuentes de las que cada cual se
nutra. No en función de algo o alguien que no sea uno mismo. Pues, en el caso
de que no sea así, se hace para y por el otro, no por sí. Todo sujeto, en tanto
construcción singular e irrepetible, es original, siempre y cuando no se empeñe
en ser como otro: una forma de plagio de identidad que conduce a la simulación
y al bloqueo de la originalidad.
La tristeza en la envidia.
Es interesante que analicemos la peculiar tristeza del envidioso. Si la
tristeza remite, más o menos directamente, a la frustración tras la pérdida del
objeto (amado), esto quiere decir que el objeto, ahora perdido, ha sido con
anterioridad objeto apropiado, suyo, poseído. No es el caso del envidioso, cuya
tristeza no es por pérdida, sino por no logro. El envidioso es un sujeto
frustrado por la no consecución de lo anhelado. Se trata de un padecimiento
muy intenso. Porque en tanto que objeto deseado –llegar a ser tal y tal- es
objeto imaginariamente logrado, o sea, fantásticamente conseguido. La pérdida del objeto en el envidioso no
es la de un objeto real, de la que es posible recuperarse después del trabajo
de duelo, sino de un objeto imaginario que, como tal, es y siempre fue un puro
fantasma: ni fue logrado ni puede serlo jamás. El error del envidioso, al
inaceptarse a sí mismo y proponerse ser otro, hace de su vida un proyecto
imposible.
La tristeza del envidioso procede de haber hecho de su ideal no un
constructo imaginario de sí mismo sino de otro. Lo que el envidioso no logra es
su proyecto de ser el envidiado. Por eso, la tristeza del envidioso posee un
tinte persecutorio. Está poseído por el otro, la sombra –la imagen- del otro
introyectada en él y no puede “quitárselo de encima” ; una y otra vez se le
presenta, a todas horas, y se convierte en el tema recurrente de su existencia.
Envidia y suspicacia.
El envidioso es suspicaz, desconfiado.
En cualquier momento su actitud vigilante en la ocultación de su envidia puede
cesar o decaer, o puede delatarse por haber llegado demasiado lejos o demasiado
torpemente en la demolición crítica y en la difamación. Tarde o temprano,
directa o sesgadamente, el envidioso se descubre como tal y se le descalifica
psicológica y moralmente. Esta actitud de acecho en los demás, y de vigilancia
y control de sí mismo para evitar ser descubierto, convierte al envidioso en un
sujeto receloso y suspicaz. Cualquier palabra o gesto puede ser una alusión a
su carácter envidioso. Por otra parte, ¿no se sabe ya de su índole de envidioso
en la medida en que cada vez está más privado de relaciones, cada vez son más
los que desconfían de él?. La suspicacia, en forma de hipersensibilización
narcisista, es una de las consecuencias más graves de la envidia.
Impotencia en la envidia.
La envidia se alimenta y rumia
desde la impotencia del envidioso. Quizá en otros aspectos el envidioso es un
sujeto de valores, pero carece de aquel que el envidiado posee: ésta es la
cuestión. El tratamiento eficaz de la envidia cree verlo el que la padece en la
destrucción del envidiado (si pudiera llegaría incluso a la destrucción física,
y no es raro que se fantasee con su desgracia y su muerte), para lo cual teje
un discurso constante e interminable sobre las negatividades del envidiado. Es
uno de los costos de la envidia.
Y, para continuar con la metáfora, un auténtico despilfarro, porque rara
vez el discurso del envidioso llega a ser útil, y con frecuencia el pretendido
efecto perlocucionario – la descalificación de la imagen del envidiado- resulta
un fracaso total.
¿Cómo convencer al interlocutor de la
falsa superioridad del envidiado? Ni siquiera a aquél, envidioso a su vez del
mismo envidiado, pero envidiando por otro
motivo. Porque cada cual envidia a su manera y respecto de algún rasgo del
envidiado, y, en consecuencia, no considera válidas las razones del otro para
envidiar a su vez. Como entre los delirantes, en los que es el caso que cada
cual juzga delirio al ajeno y nunca el propio, también el envidioso reconoce lo
que hay de envidia en el otro y no en él. No hay comunidad de envidiosos como
no la hay de delirantes.
La envidia como destrucción.
El envidioso busca la
destrucción del envidiado, pero la destrucción de su imagen, no
necesariamente del cuerpo físico. Porque aún desaparecido de este mundo, su
imagen “persigue” (es su “sombra”) al envidioso, en la medida en que ésta es de
él y persiste aún después de muerto. En el asesinato de Abel por Caín, la
sombra de Abel subsiste aún después de muerto. Éste es el motivo de que, más
que la muerte del envidiado, lo que realmente satisface, cuando menos en parte,
es su “caída en desgracia”, porque ello puede significar la pérdida de los
atributos por los que antes se le envidiaba. Era ése el objetivo de la envidia;
no que el envidiado no existiera, ni que fuera desgraciado en otros aspectos,
sino que quedase situado pordebajo del envidioso.
Pareciera que el envidioso se calmaría si pudiese
simplemente odiar, o si lograra la destrucción de esa persona a quien se ve
obligado a amar. En efecto, cuando el envidiado deja de serlo en virtud de su
“caída”, pongamos por caso, ya no se le ama/admira, porque ha dejado de ser un
ideal; tampoco se le odia, porque no le refleja al envidioso aquel que no es.
Se le puede, llegado este caso, compadecer, una vez sobrepasada la etapa
preliminar de alegría por la desgracia ajena. En esta situación, el envidioso,
“liberado” de la persecución de la sombra del envidiado, puede ahora hasta compadecerlo, al menos por
algunos momentos, porque al fin y a la postre siempre pensó que “es ahí donde
siempre debiera haber permanecido”.
La presencia del componente envidioso dificulta, cuando no
anula, toda otra forma de interacción con el envidiado y, en último término, hasta con los demás. Schopenhauer habla del muro
que la envidia establece entre el yo y el tú, y cómo la envidia, por la
ineludible necesidad de ser ocultada, se convierte en una pasión
solitaria. La envidia priva al que la padece de una productiva relación con el
envidiado, y también con aquellos a los que se les predica la
destrucción del mismo. Porque ante el envidioso acaban los demás por
precaverse y distanciarse, en la medida en que se advierte su maldad y su
capacidad solapada para destruir al que envidia y, llegado el caso, a
cualquier otro a quien potencialmente pudiese envidiar.
La envidia es una pasión
extensiva. El envidioso acaba, como se dice en la expresión coloquial, “por
no dejar títere con cabeza”. También ha de destruir a aquellos que admiran al
que él envidia, en la medida, por lo menos, en que le hacen ostensible la
inutilidad de su esfuerzo demoledor.
Toda interacción productiva está basada en la
buena fe, en la confianza. Cuando confiamos en alguien, le damos acceso a una
parte de nosotros mismos que de otra manera le resultaría inabordable. La
confianza es, o implica, riesgo. Pues con ella damos oportunidad de que se nos
pueda dañar. Confiamos en alguien porque suponemos que podemos contar con su
lealtad. Sólo el seguro de sí, el que se acepta a sí mismo en virtud de su
adecuada organización como sujeto y, por tanto, no tiene necesidad de envidiar,
se confía y puede ser a su vez fiable interlocutor.
Nada de eso se infiere de la conducta
del envidioso. Su deficiencia estructural en los planos psicológico y moral,
aparece a pesar de sus intentos de ocultación y secretismo. La envidia no es un pecado, como se ha
concebido en la concepción católico-moral, porque, como pasión, como sentimiento,
o se tiene o no se tiene, y nada se puede hacer para sentirla o para dejar de
sentirla. Pecado sería, en todo caso, en una concepción teológico-moral, la actuación derivada de la envidia, es
decir, la crítica injusta, la difamación etc. La envidia es, tan sólo, una
desgracia, un padecimiento, incluso –en un sentido laxo del término- una
enfermedad, en la medida en que, como he dicho, resulta de una singular
deficiencia estructural del desarrollo del sujeto.
Y la envidia es, además, crónica
e incurable. Lo he afirmado antes: la envidia es una manera de
instalarse en el mundo. Quien alguna vez ha tenido la experiencia dolorosa
de la envidia está ya definitivamente contaminado por ella. Porque le desvela a
sí mismo, en su intimidad, la secreta deficiencia, aquella por la que, aunque
muy oculta puede ser herido en la aparentemente más inofensiva interacción. Y
una vez lastimado en su autoestima, el envidioso, más y más sensibilizado y susceptible,
permanecerá constantemente alerta.
La envidia dura toda la vida del envidioso, que, para su tormento, vive
en y para la envidia. Cualesquiera sean las gratificaciones externas que el
envidioso obtenga, persistirá la envidia. Porque aquéllas no son suficientes,
ni provienen de aquellos a quienes considera capaces de valorarse en sus
verdaderos términos.
Digámoslo una vez más: el envidioso no dejará de
serlo por lo que ya posee; seguirá siéndolo por lo que carece y ha de carecer
siempre, a saber: ser como el envidiado.
Carlos C. del Pino
El Diario de Amanda Flores (sólo para valientes). Todos los derechos reservados.All rights reserved
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sábado, 2 de septiembre de 2017
EL SEXO DE LOS ÁNGELES
Querido diario:
Hace unos días leí la frase- declaración de una prójima anónima. Lo más inteligente que he leído desde hace tiempo. Acertada y oportuna en los tiempos que corren. La máxima decía lo siguiente:
Hace unos días leí la frase- declaración de una prójima anónima. Lo más inteligente que he leído desde hace tiempo. Acertada y oportuna en los tiempos que corren. La máxima decía lo siguiente:
“No
quiero vivir en un mundo en el que haya que matizar absolutamente todo por si
se ofende algún gilipollas”
El caso es que hoy iba a colgar
un artículo que escribí hace años; el artículo en cuestión viene a ser un alegato a la esperanza, a continuar creando
proyectos a pesar de las trabas del tipo que sean; a pesar de los obstáculos que se encuentra uno en su
vida, en su día a día.
El caso es que el artículo terminaba con un chiste buenísimo que me contó hace años, con toda la gracia del mundo, un amigo de etnia gitana (un gitano de toda la vida de dios, vamos), pero me lo he pensado. Quizás más adelante. Corren tiempos en los que se confunde el tocino con la velocidad, las churras con las merinas o un cachalote con un lote de cachas; cualquier cosa que digas puede ser sacada de contexto. A este paso – me digo a mí misma - los carnavales de Cádiz tienen los días contados.
El caso es que el artículo terminaba con un chiste buenísimo que me contó hace años, con toda la gracia del mundo, un amigo de etnia gitana (un gitano de toda la vida de dios, vamos), pero me lo he pensado. Quizás más adelante. Corren tiempos en los que se confunde el tocino con la velocidad, las churras con las merinas o un cachalote con un lote de cachas; cualquier cosa que digas puede ser sacada de contexto. A este paso – me digo a mí misma - los carnavales de Cádiz tienen los días contados.
-
Mira,
hija, escribe sobre el sexo de los ángeles, que es algo muy light
me ha sugerido una amiga adorable. Aunque creo
que la criatura no era consciente de lo que me estaba pidiendo, dado lo
sobrevalorado que está últimamente el sexo. Y si alguien piensa que no me como
una rosca, a mí plín. El caso es que no me apetece hablar sobre el sexo de los
ángeles. El caso, en fin, es que me he encontrado con un poema de Wislawa Szymborska.
Poeta, ensayista, traductora polaca que
nació en 1923 y ganó el Premio Nobel de Literatura en 1996, además de otros
muchos galardones y reconocimientos a lo largo de su vida.
No sé si cuando lo escribió alguien se sintió aludido, incómodo, agredido. Es probable que muchos lo hicieran. Sin embargo, ella continuó escribiendo, sintiendo, creando. Este poema no es un panegírico sobre el sexo de los ángeles. Más bien parece que lo ha escrito un ángel. Un ángel llamado Wislawa.
No sé si cuando lo escribió alguien se sintió aludido, incómodo, agredido. Es probable que muchos lo hicieran. Sin embargo, ella continuó escribiendo, sintiendo, creando. Este poema no es un panegírico sobre el sexo de los ángeles. Más bien parece que lo ha escrito un ángel. Un ángel llamado Wislawa.
Mucho debo
a quienes no amo.
a quienes no amo.
El alivio al enterarme
que intiman con otros.
que intiman con otros.
La alegría de no ser
el lobo de sus corderos.
el lobo de sus corderos.
En paz estoy con ellos,
y en libertad,
dos cosas que el amor no puede dar
ni sabe tomar.
y en libertad,
dos cosas que el amor no puede dar
ni sabe tomar.
No les espero
yendo y viniendo de la puerta a la ventana.
Con la paciencia
de un reloj de sol,
comprendo
lo que el amor no comprende,
perdono
lo que el amor jamás perdonaría.
yendo y viniendo de la puerta a la ventana.
Con la paciencia
de un reloj de sol,
comprendo
lo que el amor no comprende,
perdono
lo que el amor jamás perdonaría.
Entre una carta y una cita
no transcurre la eternidad
sino sólo días o semanas.
Los viajes son siempre perfectos a su lado,
los conciertos se escuchan,
las catedrales se visitan
y los paisajes se contemplan.
no transcurre la eternidad
sino sólo días o semanas.
Los viajes son siempre perfectos a su lado,
los conciertos se escuchan,
las catedrales se visitan
y los paisajes se contemplan.
Y cuando siete montes y ríos
nos separan,
son montes y ríos
señalados en el mapa.
nos separan,
son montes y ríos
señalados en el mapa.
Suyo es el mérito
de poder yo vivir en tres dimensiones,
en un espacio no lírico y no retórico,
frente a un horizonte movedizo y, por tanto, real.
de poder yo vivir en tres dimensiones,
en un espacio no lírico y no retórico,
frente a un horizonte movedizo y, por tanto, real.
Ignoran
cuánto me entregan sus manos vacías.
cuánto me entregan sus manos vacías.
«Nada les debo».
El Diario de Amanda Flores (sólo para valientes). Todos los derechos reservados.All rights reserved
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