viernes, 26 de febrero de 2016

TITIRITANDO

         

                                                  




Nueve semanas y media no es sólo el título de una película; también se ha convertido en el tiempo que dura mi  particular Gran Hermano. Sigo a dieta de informativos con música espeluznante y de programas de radio envenenados que destilan ideología política de uno u otro bando. Nunca me gustaron los bandos. Detesto el fanatismo exacerbado, el insulto gratuito; sobre todo, el gratuito. No creo en los extremos. Ni de un lado, ni de otro.  Estoy de acuerdo con que de vez en cuando se tienen que poner límites, más que nada, para que la gente no confunda un estado de bienestar con un Estado de barra libre. Como Joaquín García, campeón - por el momento -  en esta última modalidad.
El acontecimiento del año ha sido (otra vez, por el momento) la prisión cautelar que decretaron el juez Ismael Moreno y la fiscala Carmen Monfort contra dos titiriteros - que ya conoce todo el mundo mundial - por los supuestos delitos de enaltecimiento del terrorismo e incitación al odio. Esto es como cuando uno piensa que ya no se puede cagar más todavía, y lo siguiente que sucede viene a ser peor que lo anterior.
La historia interminable no es sólo el título de otra película. En España se ha convertido en la lista surrealista de acontecimientos por los que los españoles venimos siendo famosos desde que don Mariano y su troupe aterrizaron por el palacio de la Moncloa. Expertos en marear la perdiz y en fabricar cortinas de humo para distraer la atención hacia otro lado, se están encargando muy bien de convertir la “marca España” en marca Acme.
Estafas Reales, asesinatos machistas, suicidios de padres y madres de familias despojados de sus viviendas y de sus vidas por quienes procuraban tarjetas black a sus directivos. Comedores sociales de la vergüenza. Tiendas-buitre que compran oro, plata - lo que sea - a quienes lo han perdido todo. Obispos que acusan directamente a los niños abusados de provocar a sus abusadores. Planes de estudios ideados por el gobierno para manejar a su conveniencia lo que los niños deben “aprender”. Universidad sólo para ricos. Recortes salvajes por todos lados. Ladrones de guante blanco con leyes creadas para su conveniencia…Y suma y sigue. Eso es lo que ven nuestros niños cada día. Por todas partes. Sin contar con las películas, series y programas de televisión que ni siquiera merecen ser mencionados. Yo diría que todo eso sí que es, como poco, enaltecimiento del terrorismo e incitación al odio.
Lo que me deja titiritando es el convencimiento de que la gente se está acostumbrando y ve con normalidad lo que está sucediendo. La mejor manera de evitar que un prisionero escape, es asegurarse de que nunca sepa que está en prisión, citaba Fiódor Dostoyeski. Va a ser que sí.
Personalmente, estoy contenta porque mi criatura vive un país extranjero donde sus habitantes no se quedan como conejos deslumbrados por los faros de un coche mientras son despojados de sus derechos y de su dignidad;  donde la educación no está en peligro de extinción, porque no interesa. Me alegro de que no esté viviendo en España porque somos el hazmerreir del mundo, con jueces que mandan a la cárcel a titiriteros. Con la que está cayendo. Me alegro de que se haya marchado porque actualmente decir que eres español es sinónimo de cachondeo, y porque España se ha convertido en un país en el que, ahora más que nunca, es evidente que no queda títere con cabeza.




domingo, 7 de febrero de 2016

COSAS QUE NI SIQUIERA UN PERRO DEBERÍA VER







Su ritual matutino consiste en abrir los ojos, quedarse un rato mirando a ninguna parte, hacer unas cuantas flexiones, bajar al parque, y purgarse. Le encanta olisquear y comer un poco de hierba fresca untada por el rocío de la mañana.
Cuando lo traje a casa yo ya tenía hechos los deberes y me había devorado un par de libros para preparar un poco el terreno, antes de comenzar a coexistir; lo mismito que habíamos hecho muchos padres novatos de mi generación antes de traer al mundo a nuestra criaturita: leer la revista “Ser padres”, el libro “Duérmete niño”, la “Guía para padres de jóvenes castores” y todo tipo de folletos relacionados con una tarea como es la de cuidar y educar a alguien, en la que estábamos tan verdes.
Yo tenía pensado mandarlo a cursar estudios con el mejor adiestrador canino de mi aldea, pero me desanimó la idea de tener un perro alienado, y también los 850 euros de honorarios que cobraba el tipo por convertir a mi mascota en algo muy parecido a un autómata. Además al mes de vivir juntos comprendí que los libros han servido de muy poco en ese terreno, que se puede educar en la medida de lo posible, pero no se puede estudiar para ser madre, que los planes pre establecidos para tal fin no dieron resultados deseables. Así que con el perro he decidido que lo suyo es - aparte de enseñarle unas normas mínimas de educación y respeto por cosas esenciales - limitarme a observar y dejar que las cosas fluyan.
Tras abrazar esta doctrina no me ha quedado más remedio que predicar con el ejemplo. Han quedado muy atrás los haz lo que yo digo y no lo que yo hago. He suprimido algunas cosas que formaban parte de mi cotidianidad. Nada de informativos ni de la fauna que se pasea por ellos. A excepción de alguna peli que despierte mi interés, el televisor ha quedado prácticamente olvidado. No quiero que mi compañero se contamine con toda la porquería que sale de un artilugio que se ha convertido en un arma letal aceptada por la masa como animal de compañía.
Nuestra convivencia es como un toma y daca: yo aporto mis enseñanzas y él sus preferencias. Como la de hacer sus pipsís y popós justo en el centro de los pasos de cebra, o en la mitad de la carretera cuando estamos cruzando. Que tiene sus riesgos, sí, pero no tantos como hacerlo justo en la acera del bar Casa Lolo. Y mira que tiro de la correa cuando le veo las intenciones, pero es una cosa superior a él. Un día que pasábamos por allí el dueño vio como Coni se ponía en cuclillas para hacer sus menesteres, y comenzó a procurarnos al perro y a mí una serie de aspavientos para espantarlo como si lo que tuviera delante de sus ojos fuera una abeja africanizada y no un ejemplar de Jack Russell que apenas levanta 30 centímetros del suelo.
Estuve pensando para buscar una solución… A los perros no les gusta hacer sus cosas donde comen o pasan el rato, así que se me ocurrió que sería una buena terapia desayunar un día en la exquisita terraza de casa Lolo; de este modo mi perro identificaría el sitio como un lugar de solaz en lugar de hacerlo como un retrete público, y de paso me ahorraría alguna que otra mirada torva de aquellos que no sienten mucha simpatía por el mundo de las mascotas, por muy educadas que sean éstas o sus dueños.
El día escogido fue un domingo a primera hora. El menú elegido, bombón americano y churros, que una mala tarde la tiene cualquiera. Cuando el camarero se acercó me percaté de que mi mesa era bastante inestable por los pequeños socavones de la acera.

No sé si habrá leche condensada para su café bombón – me lanzó, secamente, y se marchó.

A los pocos minutos se presentó con el café y con un bote de leche condensada ¡La Lechera! … Sin duda, hay días en los que la fortuna está de nuestro lado.

Parece que ha habido suerte – respondí con una sonrisa.

No dijo nada y se quedó allí, inmóvil como un poste de teléfono. Yo me debatía entre procurar que el perro dejara de moverse y que el café no acabara regado sobre la mesa, cada vez más inestable en medio de tanto socavón. Estaba tratando de controlar la situación, y el camarero a punto de echar raíces, cuando le invité a marcharse para poner tranquilamente la leche en el café, pero respondió que no, que no se marchaba de allí sin la leche condensada, y siguió esperando. Cavilé que sólo tenían ese bote, pero aun así no me parecía un motivo tan de peso como para su actitud tajante.

Me la tengo que llevar, que si no, la roban – dijo al fin sin inmutarse ni un pelo.

Casi me da una lipotimia. Hay cosas que ni un perro debería escuchar, que no está una criándolo con tanto esmero para que tenga que presenciar una escena propia de un lugar, de un país, mediocre y cutre. En ese momento eché de menos tener a mano un saco, una capucha, no sé, algo que ponerle al perro en la cabeza para que se evadiera de lo que allí estaba ocurriendo, pero estando en esas ensoñaciones, el señor que ocupaba la mesa que tenía justo a mi izquierda produjo un estruendoso sonido gutural, y acto seguido escupió en el suelo.
Sí, sin duda hay días en los que te levantas con la fortuna de tu lado…
Entonces lo comprendí todo. Coni no atiende a splash, ni a hazte el muerto, y el sit sólo lo ejecuta si le muestras un trozo de salchicha. Todo eso es cierto. Pero de lo que no hay el menor resquicio de duda es de que su educación no le permite apoderarse de lo que no es suyo, de culpar a los políticos de nuestra manera de actuar, de nuestra falta de interés por ser mejores, de nuestra ignorancia auto impuesta.
No sé… quiero que se haga un perro de provecho, un perro de bien, pero resulta muy complicado ante cosas que se escapan de mi control y que forman parte intrínseca del comportamiento humano con el que muchos tenemos que lidiar cada día.
Sí… he comprendido que Coni no es un perro cualquiera, que forma parte de la excelencia, y que aunque a veces sea testigo mudo de ambientes que se acercan más al surrealismo de hace unas cuantas décadas, mi querido compañero sabe identificar como nadie el lugar más idóneo para plantar un pino. Como la acera del bar casa Lolo. Porque hay cosas que ni siquiera un perro debería ver.


Amanda Flores