La despedida y cierre de una cena de tres amigas PAS (Personas Altamente Sensibles) no podía transcurrir de otra manera. Exquisita, la noche sabadetera de tres mujeres que hablan el mismo idioma. La comida, el vino, la música, y el amor que la anfitriona ha puesto en cada detalle del evento convierten en mágica una noche de diciembre donde los villancicos y los adornos navideños brillan por su ausencia. Ni falta que hacen. De aperitivos, jamón rico, canapés de aguacate con anchoas, queso de cabra y pimientos del piquillo, de queso y mermelada de arándanos. Todo regado con vino blanco al punto de frío. Entre bocado y bocado charlamos de todo un poco. La música va cambiando, y la intimidad de cada una deja paso a la confianza. De primero ensalada de rúcula, remolacha, nueces. De segundo “pasta” a base de calabacín en tiras, bacon, nata y una pizca de guindilla desmenuzada. Seguimos con el vino blanco. De vez en cuando salimos al porche para que alguna fume un cigarrillo. Hace frío, lo disfrazamos con el calor de nuestra conversación donde no falta el humor. La vida sin risa no es vida. Ese es nuestro axioma; convertir la tragedia en comedia, nuestro súper poder.
Una de las tres tiene a su madre afectada por una enfermedad degenerativa. Una agonía que dura ya tres años y que convierte al Alzheimer en un asesino a fuego lento. La impotencia de nuestra amiga no solo es por ver a la persona que le regaló la vida consumirse como una mecha prendida de gasolina. Lo que hace que llore cada día es no saber lo que su madre trata de expresar con sus gritos, silencios, o suspiros. Nuestra amiga la acaricia, la abraza, la besa, la peina, tratando de transmitirle tanto, tanto amor. Lo hace sin saber si es lo apropiado, conveniente u oportuno. Lo hace porque es lo que le nace del corazón, y eso sí que es una garantía. Aunque mi amiga no lo sepa, por su desesperanza ante la situación, lo que se hace porque nace del corazón, se intuye, se siente y se percibe, aunque la cabeza del que lo recibe hace ya mucho que abandonara la coherencia. Mi amiga sufre por su madre en silencio, como se sufren las almorranas. No se permite que la vean llorar o padecer lo que está viviendo y tira palante como puede. Ella no lo sabe, pero esta cena ha sido preparada para decirle sin palabras que no está sola. Para que se permita un momento de descanso; para que coma y beba el cariño que la anfitriona y yo hemos puesto en este encuentro, aunque ninguna de las dos haya verbalizado la ocurrencia. De postre, galletitas delicatessen y chocolate redondo servido en unos hueveros que delatan, una vez más, el buen gusto y la entrega de la convidadora para que nos sintamos especiales. Ese es su don: te hace sentir especial. Y después del dulce, cómo no, cerramos la cena bailando unas cuantas canciones, danzando por el gigantesco salón como si solo existiéramos las tres en el mundo. Me permito pedir cantar el Dancing Queen ante ellas. Es como un ritual en cada cumpleaños que celebro, y este año no pudo ser. No importa. Esta noche es la noche. Canto como una Queen mientras que las dos amigas ejecutan el dancing con una coreografía improvisada que se convierte en un regalazo.
Es hora de marcharse. Nos colocamos nuestros abrigos, y antes
de despedirnos se produce un momento-confidencia por parte de la que sufre la malaventura de su madre. Las lágrimas brotan de sus ojos turquesa mientras
nos cuenta lo que ha ocurrido hace dos noches en la habitación del hospital
donde su madre estaba. La señora de la cama de al lado, en estado vegetativo, ha fallecido durante la
noche. Nadie la acompañaba. El personal del hospital se percató del hecho tres
horas después de que ocurriera. A pesar de que su hijo había sido advertido de
que el final de su madre era inminente no pasó la noche con ella ni tampoco
dispuso que alguien estuviera allí mientras él estaba ausente. Dejó su número
de teléfono pegado con esparadrapos en la mesita de noche de su madre para que
le llamaran si ella moría. Todo un detalle por su parte. Mi amiga no podía
entender este comportamiento y por fin dio rienda suelta a sus emociones y se
dejó llorar ante las dos amigas que la escuchábamos. La amistad es para
compartir risas, bailes y llantos. Llora, mujer, no te cortes. No te vamos a
juzgar, no vas a estropear la velada. Estamos contigo. Mientras se consuela
soltando lastre, la anfitriona trata de aliviarla con situaciones hipotéticas
del porqué el hijo de la señora que ha fallecido no ha podido estar con su
madre. Yo me quedo en modo Belinda, incapaz de expresar
lo que siento a mi querida amiga, que llora desconsolada y que repite una y
otra vez cómo ese hijo ha podido dejar a su madre con un número de teléfono pegado
con esparadrapos en su mesita de noche. Hace ya rato que mi mente ha retrocedido casi cinco años atrás…
Estoy sola en la habitación del hospital donde me han ingresado dos días antes. El doctor entra, cierra la puerta, y se coloca frente a mí
para anunciarme que todas las papeletas indican que mi pulmón derecho está
invadido por un carcinoma. No sé si está más afectado él o yo, porque cuando me
lo dice estoy más sola que la una. El día antes de ingresar en el hospital miro
en internet cualquier interpretación de la radiografía que muestra lo que yo
intuyo. Cuando termina su sentido discurso sobre mi posible diagnóstico le digo
que no quiero que me toquen ni un pelo. Que los dos o tres meses que me queden
quiero vivirlos con la mayor dignidad posible. El doctor se viene abajo, me
clava su mirada acuosa y casi me suplica que no haga eso. Usted es muy joven,
deje que la tratemos, pondremos todo de nuestra parte para que salga adelante,
por favor, déjenos hacer, me dice. Pero no me convence. No sé quién de los dos
se queda más tocado. Comienza entonces una montaña rusa de pensamientos en mi
cabeza. Mi corazón late a mil por hora. El doctor ha ordenado que me
faciliten los tranquilizantes que yo pida. Esa tarde me visitan algunos
familiares. Tengo los ojos entrecerrados por la medicación pero soy plenamente
consciente de lo que hablan. Y es entonces cuando comprendo que todo puede ir a
peor. En la conversación que mantienen mis familiares mientras me creen dormida
queda claro que me he convertido en una patata caliente que nadie desea tener
entre sus manos.
Al día siguiente hablo con mi doctor. Le digo que he
cambiado de opinión. Que todavía me quedan muchas cosas por hacer. Que vamos a por
todas. Pero pasan dos meses hasta que dan con el tipo de cáncer que tengo, y
para cuando van a empezar los tratamientos, el Linfoma No Hodking agresivo que
estaba en mi pulmón ya se ha extendido por la pleura, el bazo y el hígado y ha comenzado la
metástasis en el hígado y en la pleura. Noto como me va devorando rápidamente. Durante el primer año tengo
seis ingresos hospitalarios. En la cama, debo permanecer siempre en la misma
postura, medio incorporada, sin moverme. Apenas
puedo hablar, me ahogo, me supone un
esfuerzo titánico articular palabra. Estoy enchufada a una máquina
constantemente, incluso para ir al baño. En el segundo ingreso hospitalario, a
los dos meses del primero, comienzan a aplicarme unos tratamientos que me dejan calva. Nunca tengo
algún familiar acompañándome más de media hora, lo que dura una
visita de cortesía. Solo durante las sesiones de quimioterapia cada 21 días,
que en mi caso duran un día entero, un hermano me acompaña todo el rato, me da de comer
con todo el amor del mundo y luego me lleva a casa, me deja acostada y se marcha. Cada vez que entro o salgo del hospital ningún familiar
me pregunta cuándo me dan el alta para recogerme y llevarme a casa, por ejemplo. Casi siempre son amigos los que lo hacen. Podría
contar muchas cosas que ocurrieron, que sentí que padecí o que me marcaron.
Pero hay una, especialmente, muy dura, durísima. Mucho más que todas las
perrerías que sufrieron mi cuerpo y mi mente. Ocurre durante mi tercer ingreso
hospitalario. El personal de hematología ya se ha más que percatado de que,
aunque recibo visitas, nadie se queda conmigo como acompañante. Mi estado es
bastante grave. Una enfermera se acerca a mi habitación, y con toda la dulzura
del mundo, formula la pregunta:
-
¿Por favor, me das el número de teléfono de algún
familiar al que poder llamar si es necesario?
Pero no puedo dar el número de ningún familiar. Una vez le pregunté a un hermano si podía dar el suyo y me respondió que diera el de mi hija, a
pesar de saber que ella me había echado de su vida hacía mucho. Pienso en el
ángel que me acompaña en silencio, de puntillas; apenas se nota pero siempre está de una u otra forma. Es una persona solidaria que me acompaña en la medida de sus posibilidades durante mi proceso. La llamo por teléfono; casi no sé cómo preguntarle. Como quien
está dejando caer una responsabilidad mu grande mu grande a quien no le corresponde, le
digo que la enfermera me ha pedido un número de teléfono de alguien a quien
llamar por si pasa algo, que si puedo
dar el suyo. Con voz serena y firme me responde que claro. Y yo respiro con apuro y al mismo tiempo con tranquilidad. No creo que ella actúe así porque hayamos compartido parentesco lejano, porque nos conocemos desde hace años. Ni siquiera creo
que se comporte así porque sea yo. Creo que lo hace por humanidad. Porque tiene
corazón. Creo que lo haría igualmente por una vecina, una prima, un gato, o cualquier
persona que lo necesitara. Lo que ella hace es lo normal. Y sin embargo en mi
caso se convierte en algo extraordinario. Creo que si yo hubiera estado en
estado vegetativo y ella no hubiera podido estar conmigo cuando se acercara el
final, lo mismo hubiera dejado una tarjeta con su número. Bendita sea. A lo mejor un número
de teléfono pegado con esparadrapos a la mesita de noche, quién sabe.
Han pasado casi cinco años. Ya pasó...
La anfitriona de la exquisita cena y de los momentos que
acabamos de compartir esta noche se percata de mi silencio. Me gustaría contar
mi sentir a las dos, pero lo que me ocurrió ya es pasado. Una vez más me
pregunta qué me pasa, por qué estoy tan callada, pero sigo sin poder articular
palabra durante la rotura emocional de la amiga de ojos turquesa que no
entiende cómo puede morir una madre, sola, junto un número de
teléfono. Me gustaría decirles que hay
momentos que te transportan a otros que no deseas volver a recordar. Aunque cuando lo
haces, solo tienes palabras de gratitud hacia esas almas que te acompañaron
durante el camino. Como la que me
ofreció su número de teléfono durante el proceso en el que en lugar de ser una paciente que requiere de cuidados especiales y mucho amor, los míos me convirtieron en una patata caliente. Un
número de teléfono... Para unos una ofensa, para mí, un regalo. Una sucesión de números que pueden llegar a ser mucho más que eso; algo así como un jeroglífico lleno de amor
con un significado especial: Trataré de estar a tu lado, pero por si
acaso, llámame si te mueres.
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