Anoche acabó un año que para mí pasará a los anales de la historia. Un año para olvidar los malos ratos vividos, y a la vez, para recordar los logros. Un año en el que ha pasado de todo. Pero de todo. La tesitura de quedarme sin un techo bajo el que vivir ha sido uno de los de todo a los que me refiero. He vivido situaciones surrealistas. De maldad, de mentira, y también de magia. Como practico fervientemente el aforismo de que “Todo sucede por algo” no me queda otra que pensar que todas estas situaciones y personas han ocurrido o venido para enseñarme algo.
Anoche, en menos de dos horas, el
Universo dispuso para mí, como si de la película ¡Qué bello es vivir! se tratara, que presenciara como espectadora dos escenarios diferentes con un mismo
fondo. Antes de acudir a cenar al sitio donde estaba invitada me presenté sin
avisar en casa de una amiga. Sabía que se encontraba baja de ánimo y quise regalarle
un poco de alegría. Eran las nueve de la noche y su casa estaba en perfecto
estado de revista para celebrar la última cena que pasarán como una familia “estructurada”.
Ella y su marido se han divorciado. En breve uno de los dos dejará el hogar
familiar y el divorcio será una hecho. Aún así, la tristeza soterrada que
desprendían los ojos de la ya ex pareja, el cariño, la concordia y, sobre todo, el
respeto entre ambos, hicieron que la media hora de mi visita, y la copa de
cava de degusté en la cocina de las confidencias me supieran a un poquito de gloria.
Cuando llegué al otro escenario, donde cenaría y recibiría el nuevo año, me encontré con viandas exquisitamente dispuestas sobre una mesa para cuatro comensales: un niño-hombre estrenando mayoría
de edad, sus padres, y yo. La singularidad es que sus padres llevan divorciados
quince años. Por motivos de trabajo él vive en otro país y no se quería
perder el cumpleaños de su hijo en estas fechas, así que su ex mujer y madre de la
criatura invitó a compartir la mesa de Navidad y fin de año a su no marido y padre de su hijo. La imagen que tengo grabada
del tiempo que duró la cena hasta que me marché, es la del abrazo que se dieron
padre e hijo para felicitarse el año nuevo. Y también la discreta cara de
satisfacción de mi amiga por propiciar el momento.
Me marché poco antes de la una de
la madrugada. Solo tenía ganas de llegar a casa. Me sentía un poco trastornada.
Como si hubiera visto dos películas simultáneamente desde la fila veinte sin
tener siquiera a mano una botella de agua para remojar mi garganta de los dos cartuchos
de palomitas, uno por película, que me había zampado a palo seco.
Sí, en este año que ya se fue me ha pasado de todo. De tanto. Tantísimo. De toda esa vorágine, hay un momento que se ha quedado clavado en mi retina, en mi corazón, en mi cerebro. Algo tan duro que trato de sanar para que no perturbe lo que me queda por vivir, que intuyo y auguro que va a ser mucho y bueno. Se trata del día que acudí a un juicio en calidad de demandada. La persona con la que conviví durante más de tres lustros, a la que conocí sin oficio ni beneficio, con la que pasé toda clase de penurias, a la conllevé para que consiguiera y posteriormente ascendiera en su trabajo, y a la que dejé con una casa puesta con mi trabajo y dinero; la misma persona que percibe un sueldo que sobrepasa los 60.000 euros anuales, me interpuso una demanda para retirarme la pensión compensatoria que de mutuo acuerdo estipulamos cuando nos divorciamos hace casi diez años, exclusivamente, por la imposibilidad de acceder al mercado laboral que conllevaba mi estado de salud. Nada más. Una demanda llena de descalificaciones, insultos y falsedades tan malintencionadas como innecesarias.
Sí, en este año que ya se fue me ha pasado de todo. De tanto. Tantísimo. De toda esa vorágine, hay un momento que se ha quedado clavado en mi retina, en mi corazón, en mi cerebro. Algo tan duro que trato de sanar para que no perturbe lo que me queda por vivir, que intuyo y auguro que va a ser mucho y bueno. Se trata del día que acudí a un juicio en calidad de demandada. La persona con la que conviví durante más de tres lustros, a la que conocí sin oficio ni beneficio, con la que pasé toda clase de penurias, a la conllevé para que consiguiera y posteriormente ascendiera en su trabajo, y a la que dejé con una casa puesta con mi trabajo y dinero; la misma persona que percibe un sueldo que sobrepasa los 60.000 euros anuales, me interpuso una demanda para retirarme la pensión compensatoria que de mutuo acuerdo estipulamos cuando nos divorciamos hace casi diez años, exclusivamente, por la imposibilidad de acceder al mercado laboral que conllevaba mi estado de salud. Nada más. Una demanda llena de descalificaciones, insultos y falsedades tan malintencionadas como innecesarias.
El momento tiene
lugar el día del juicio. La hija que tenemos en común el demandante y yo está
esperando en la puerta de la sala en la que se va a celebrar la vista. Es la
primera vez que la veo en tres años. Está allí de pie, como un ariete dispuesto
a arremeter contra mí. El juez ni siquiera le permite la entrada en sala. Pienso
en los hijos que se venden al mejor postor, a lo perdidos que flotan en una ingravidez emocional durante años hasta que se encuentran, si es que llegan a encontrarse, inoculados por el odio
e incentivados por la billetera de uno de sus progenitores. Me produce
compasión verla ahí. El resto del cuadro es dantesco. Su padre va acompañado
junto a la que exhibe como su pareja. Ambos se presentan con el estilismo
propio de una gala de entrega de premios de Mujeres
Y Hombres Y Viceversa. El dinero compra muchas cosas, entre las que no se
encuentran la integridad, el buen gusto o la decencia. Es una situación bochornosa. Bochornoso es el único calificativo
que se me ocurre. Y no por las indumentarias y la cara de dientes dientes que gasta la aspirante a dueña de la casa, sino
porque debería de estar prohibido que un progenitor acuda con su hija como
testigo principal contra su madre en un juicio por dinero. El que ambos ex cónyuges
acordaron en un momento dado. Sí, debería estar prohibido y constituir delito que un progenitor utilice a su prole para arremeter contra el otro
progenitor en ese tipo de asuntos, para que no se dieran situaciones absolutamente contra natura, aberrantes y
denigrantes (todavía más) para el que las lleva a cabo. Menudo modelo y ejemplo
le está dejando como legado a su descendencia.
Como he escrito casi al principio
de este improvisado ejercicio de auto sanación con la escritura como terapia, cuando llegué a casa , estrenando año, me metí en la cama muy
trastocada por las dos situaciones que me había puesto el Universo en menos de
dos horas. Supongo que con mi sanación vendrá la de aquello que quiero tanto,
así que trato de interpretar las señales y, aun esgrimiendo mantras como, Todo
pasa por algo, Las cosas pasan porque
todo lleva una lección que debemos aprender, y cosas así, no puedo dejar de
confesar que, a veces, una está un poquito hasta el mimísimo coño de que el Universo le
ponga situaciones tan contra natura como surrealistas - ya sea en la fila
veinte o en el escenario - para aprender la lección. Qué bello pero qué duro es vivir a veces...
La lectura que doy a lo de ayer después de presenciar en vivo y en directo , antes de despedir el año, es que la vida me estaba espejeando lo que es o debería ser lo normal, y no la barbaridad que he vivido durante tantos años. La vida me estaba mostrando lo que SÍ debe ocurrir entre personas civilizadas, con educación y, sobre todo, entre buenas personas, aunque hayan puesto fin a su matrimonio.
“ Algunos matrimonios acaban bien; otros duran toda la vida”, es una frase que se atribuye a Woody Allen y , en mi opnión, encierra mucho más que una simple ironía...
Y dicho esto, paso página y
cambio de libro. Me esperan 365 días llenos de aventuras. La primera, hoy,
comenzando el año con lo que más me gusta hacer, que no es otra cosa que escribir.
Feliz Año Nuevo. Os deseo
Felicidad.
El Diario de Amanda Flores (Solo para valientes). Todos los derechos reservados. All rights reserved.
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